lunes, julio 24, 2006

Viaje de color celeste.





Estuve en el paraíso.
Ignoro por qué no me llevaron antes, visto que me lo tengo ganado desde hace tiempo. Sigo, casi al pie de la letra, los diez mandamientos según el Viejo Testamento. (1) Jamás antepuse nada a mi adoración divina, pues en general no adoro. (2) Carezco de ídolos. (3) No uso en vano el nombre de Dios, siempre es para decir algo. (4) El séptimo día descanso, a veces también el sexto y el quinto. (5) Honoro a mis padres. (6) No maté a nadie, (7) ni metí los cuernos (8) ni robé nada. (9) Me corto la lengua antes de dar falso testimonio. (10) Por ahora no me pasó de andar deseándole la mujer al prójimo, sí el hombre, pero no hay pruebas de que sea pecado. Además tengo un par de buenas acciones que dejan la balanza a mi favor aunque le coloquemos algunos pecaduchos menores.

Al paraíso se llega en coche. Luego hay que caminar. Se alcanza una escalera y se baja (no todo es como quisieron hacernos creer en las clases de catequismo). Se sigue un sendero peligroso, entre piedras y plantas puntiagudas.
La propiedad vecina al paraíso es una playa privada. Se sospecha que fueron sus dueños a dificultar el ingreso a la bienaventuranza, a entorpecer con alambre de púas engrasado los caminos más directos.
Antes de acceder al paraíso se bordea el alambrado de la playa privada. Por sus huecos se observan las almas que pagaron diez euros para nadar en un lago que tendría que ser público. Se llega hasta la billetería donde un señor mira torcido y se sigue de largo rumbo al bosque. Pocos metros hasta no encontrar ninguna puerta ni ningún santo que venga con reclamos.

Aparece el paraíso. Agua transparente, dulce, fresca, honda. Un monte de olivos que regala sombra. Pasto tierno para amortiguar el desmayo.

El paraíso está erotizado. Las mujeres se pasean por la orilla en topless mientras los hombres las salpican al cruzarlas para nadarles crawl. Las parejas se besan mojado en cámara lenta, entran juntos al agua y ahí ya no se sabe.

Nadando pasé a la playa siguiente, escondida entre las rocas y los árboles. Concentrada en mis movimientos seguí hasta que me cansé y quise tocar fondo. Cuando probé a enderezarme casi me doy de narices con las partes íntimas de un señor. Por la impresión volví a meter la cabeza en el agua sin recordar tomar aire. Me dió una ataque de tos y tuve que salir. Me agarré de una roca y dirigí mi mirada como hacia la tierra firme. Menuda sorpresa: más partes íntimas al viento, serían una docena, casi todas masculinas. ¿Adanes? Poco en común tengo con Eva, y ningún interés de encontrarme con Dios, así que regresé a mi parcela de cielo dantesco.

Al caer la tarde nos despedimos del Edén. El día había sido perfecto. Me costaba creer que ese lugar estuviera sólo a media hora de mi casa y yo sin saberlo. Al pasar por la playa privada comenté qué tontos los que pagan para estar allí cuando un poco más adelante tienen gratis un paraje aun más maravilloso, sin yates ni burgueses.

Subimos la escalera y respiramos el infierno. El aire africano que nos envuelve a temperaturas de casi cuarenta grados se parece a una venganza. Es fuego. Cada movimiento provoca un nuevo chorro de sudor que se desliza desde alguno de los desvíos de mi cuerpo. Soy una esponja que el verano escurre.
Ya empapados cruzamos hasta el cachilo. Lo habíamos dejado estacionado en un pedazo de tierra al lado de la carretera, sin molestar a nadie. Sin embargo teníamos una multa. Mi cerebro razonó en modo capitalista: tanto valía haber pagado la playa privada con su estacionamiento gratis; al final, la propiedad privada conviene siempre, es inútil confiar en la consistencia de los paraísos.
El pedazo de papel de la policía municipal era el óbolo que exige Caronte. Lo que estaba conduciendo era su barca, rumbo al reino de Hades, donde pertenezco.

martes, julio 18, 2006

Bolchevismo.

En nuestra personalidad ¿cuál es el porcentaje que le debemos a la genética y cuál a la educación? Soy hija de un científico y de una psicóloga. Por lo tanto mi padre opina que la genética no perdona y mi madre que la relación con los padres lo puede todo.

Me pregunto ¿existe un gen comunista?
Cuando fui concebida ese gen (siempre que exista) no se había manifestado por el lado materno. Mi madre todavía pertenecía a las juventudes cristianas. Y su familia, desde los tiempos de Aparicio Saravia, era blanca y rezadora. Mi padre, al contrario, ateo empedernido era independiente con simpatías bolches, medio maoísta, si bien sus cromosomas cargaban una herencia de tradición blanca y conservadora. Mi padre, así como convenció a mi madre de las ventajas de la dieta a base de salvado, la alejó de las sotanas para empujarla hacia la izquierda. El proceso llevó un tiempo, antes tuvo que hacer a un lado sus principios y pasar por el altar para poder desabrocharle la blusa.
Mi madre, siempre exagerada, como que siguió de largo. Se apasionó a tal punto de los discursos de mi padre que lo cambió por un comunista cuadrado.

En mi casa, los domingos sonaba el despertador y todos a repartir El Popular. Se comía lo que había en el plato sin chistar, porque peor estaban los niños víctimas del capitalismo internacional. De los cajones salían ficheros de afiliación al Partido y bonos de colaboración. (Se note que era "el Partido", así, con mayúscula y como si hubiera uno sólo). El peor robo que sufrimos fue el de la bandera roja con la hoz y el martillo, firmada por sus miembros más ilustres a nivel nacional e internacional. Un camarada ladrón del propio estandarte tenía algo de incongruente que podría haber alertado sobre otras inconsistencias del marxismo leninismo. Pero no, se dijo que no había sido un camarada, un camarada no roba, había sido un infiltrado fascista para quemarla. Se ahorraba dinero para comprar las obras completas de Marx y Engels. Se podía no pagar el teléfono, pero la cuota mensual del Partido era sagrada. En el living siempre había reuniones con gente acalorada o no había nadie porque estaban en reuniones.

Sin embargo, no fueron las discusiones sobre las condiciones objetivas para hacer la revolución a convencerme, con doce años que aparentaban quince, de afiliarme a la Unión de Juventudes Comunistas. Fue más bien la certeza de ganarme, con una simple firma, un grupo de amigos, actividades para toda la semana y una escarapela con una estrellita. Mi carnet fue celebrado en familia descorchando una botella. Hubo alguna perplejidad por mi joven edad, pero consultada la plana mayor, se concluyó que tenía una personalidad madura, ya aprendería la definición de socialismo utópico, sin apuro. Si al año siguiente seguí participando a asambleas agotadoras fue porque me acompañaba a casa un chico que había llegado del exilio, olía distinto y con acento pintoresco me contaba historias de países con museos y ruinas. Parece que de verdad era muy madura y responsable, pues me mandaron a hacer cursos de formación política y me dieron cargos en la organización.

Pasaban cosas raras. Había una sola verdad y un mundo en complot. Muy orwelliano lo que sucedió una noche, de sobremesa, cuando en Uruguay todavía se defendía a Stalin. Estudiando historia comenté algo que en la escuelita de formación no me habían enseñado, era la famosa advertencia que realizaba Lenin sobre el personalismo de Stalin. Mi padrastro me contestó que estaba equivocada. Fui a buscar el libro y le mostré el texto. Respondió, seco, que estaría mal la traducción.

Mi aventura comunista casi termina a los catorce años, cuando decidí protestar porque me habían fijado una reunión un sábado por la noche. Con mi madurez, dije que los sábados yo salía con mis amigos y con ellos me senté a tomar té en el bar de enfrente. Té, tan niña era que no me atrevía a pedir cerveza, mucho menos Coca-Cola imperialista. Terminó mi aventura unas semanas después, cuando renuncié, enojada y peleando, porque habían echado de las filas a un amigo por ser homosexual.
Esta experiencia, que así contada puede resultar traumática, fue muy positiva. Gracias al Partido Comunista de Uruguay, dirigido por Rodney Arismendi, pude dar mi primer beso. Al chico exiliado, claro.
Mi desafiliación de la UJC en casa fue un drama. El inicio de mi adolescencia de perdición, se sostuvo siempre.

Ahora bien, si volvemos a la pregunta incial y descartamos la existencia del gen rojo, nos tenemos que quedar con la teoría de la herencia de la educación recibida en familia. Porque hay que saber que ser comunista es un estilo de vida.
Aún luego de una larga y profunda desintoxicación ¿cuáles serán los efectos colaterales del desarrollo de mis pulmones a fuerza de respirar aire comunista?
Imagino tantos. En éste momento puedo detectar una cierta ingenuidad que arrastro por doquier, como si creyera en la bondad natural del hombre.

lunes, julio 10, 2006

Porque pegó en el palo.

Estoy rodeada de afónicos ojerosos sonrientes. Auxilio.

sábado, julio 08, 2006

Ecos de un suicidio.

I am terrified by this dark thing

That sleeps in me;

All day I feel its soft, feathery turnings, its malignity.

dice Sylvia Plath en "Elm". Me enteré ayer del suicidio de Juan Pablo Rebella. Me lo contó von. Después controlé el correo y un par de amigas me habían avisado, una me recomendaba leer el blog de benito. Lo hice ésta mañana, desvelada.

Recién amanecía y yo ya estaba llorando, sola, en la cocina. Es un post profundo, tiene además una canción hermosa, y debajo hay montones de comentarios con poesías y canciones.

Cuando don cerylo se levantó me dio un beso en la frente y me dijo "ay, mi nena llorona". Me acordé de mi madre que me consolaba en su falda (hasta hace bien poco, la verdad), me acariciaba los brazos con mis venas dibujadas mientras decía "ay, mi hijita transparente".

A las personas transparentes nos cuesta más suicidarnos. La cosa oscura, como dice Sylvia Plath, se nos nota y casi siempre hay a mano un ejército de salvación.

Pero a ellos no.

A Juan Pablo Rebella lo conocí en Bolonia, a fines del 2004. Lo invitamos junto a Pablo Stoll a presentar "Whisky", era una pequeña muestra cinematográfica. Juan era alto, buen mozo, de conversación inteligente y afable. No ví mucho más. Con Pablo nos distraíamos con chusmeríos de conocidos, olvidando que casi nadie en la mesa sabía el español. Terminé ayudándolo a comprar calzoncillos y camisetas negras en la feria, mientras Juan se aburría y se buscaba quién respondiera a sus infinitas curiosidades sobre cine o música. Era preguntón. Tenía algo de distante, de lejanía, pero no era soberbia, era la timidez de quien tiene miedo de que se le escape el mundo de adentro, como los genios.

Hace rato que levantó el sol y la tristeza me dura.

Mi dolor es egoísta. Porque es por la muerte de un artista que admiraba y ya no nos dará más nada. Nunca, se acabó.

Porque me recuerda mi colección de muertos.

Porque revivo desesperaciones.

Hace poco una amiga encontró colgada de una cuerda a su hermana. Era una niña de una hermosura desarmante, casi perfecta. Vuelve a mis oídos el grito de la madre. A mis ojos la obsesión de mi amiga. Durante semanas le revolvió la casa, pegada a la suya y recién redecorada a nuevo, buscando una carta, una nota, una explicación. A mí me tocó traducir palabra por palabra sus apuntes del curso de español, cada ejercicio, porque quizás un verbo, una palabra sobre rayitas. Tomaba apuntes de la letra de "El muelle de San Blas", de un grupo que creo es mexicano, Maná. Una canción que pasaban en la radio y me pareciá fea y tonta. Sin embargo mi amiga encontró allí el único presagio de la tragedia de su hermana. Esa canción que en las últimas semanas la niña muerta escuchaba a todo volumen, molestándola, ignara del motivo de la afición pensaba a un capricho. Como iba a entender si no sabía la lengua, por qué no sé español, lloraba mi amiga. ¿Por qué? ¿Por qué si tenía todo? repetían en el velorio. Había también un cura que decía los disparates más grandes que escuché en mi vida y él, menos que nadie, era en grado de responder.

No hay explicación. Hay una inmensa pena por el sufrimiento solitario del suicida. Hay rabia porque no voy a comprender jamás qué es lo que importa.

lunes, julio 03, 2006

Nunca me gustó Clark Gable.

- Ceryle, dale, cambiá un poco de tema. La estás embolando con tus historias. ¿A quién carajo le importan?
- ¿Y de qué escribo?
- Yo que sé, de lo que sea. De cine, de...
- Bueno, está bien.

- Pero ponele alguna foto al menos.
- Es que blogger no me deja, pruebo mañana.
- Ufa.

Nunca me gustó Clark Gable.
Será porque no me simpatiza Rhett Butler.
Será por el bigote.
Será porque se parece a Cantinflas.
Será porque soy fiel a Cary Grant.

Cada una de mis objeciones científicas corre riesgo ahora que lo he visto junto a Claudette Colbert en "It Happened one night", la screwball comedy que dirigió Frank Capra en 1934.

Se me antoja contar la historia de la creación de la película. Pues sus vericuetos me dejan pensando lo imprevisible que es el cine.
"It Happened one nigt" está producida por la Columbia. Estamos en pleno Studio System, el sistema que rigió Hollywood desde los años treinta hasta los cincuenta, practicamente sin variantes.
La industria cinematográfica estaba compuesta por ocho sociedades grandes que dominaban el mercado. Las major eran Paramount, MGM, Fox, Warner Bros. y RKO y las minor Universal, Columbia y United Artist. El poco espacio que quedaba lo ocupaban algunos productores independientes, dedicados más que nada al cine de "serie B".
Las casas de producción tenían una estructura vertical y controlaban cada paso, desde la producción hasta las exhibición. Los directores y los actores eran empleados con un sueldo fijo. En éste sistema el poder mayor lo tenía el productor, era él quién decidía qué guión hacer, a qué director darlo y cuáles serían los actores. Para los demás quedaba poco margen de elección, eran asignados a las películas sin derecho a protestar. Para ganar cierto espacio de maniobra había que conquistarse el éxito, medido exclusivamente en términos económicos.
Cada sociedad tenía sus propios empleados. La MGM por ejemplo controlaba a Clark Gable, Spencer Tracy, Judy Garland y Greta Garbo. La Warner a Bette Davis, Humphrey Bogart y Errol Flynn. Cuando un estudio necesitaba una estrella que pertenecía a otra compañía, simplemente la pedía prestada, y si estaba libre y la negociación era conveniente, la mandaban envuelta en papel de regalo.

En plena Gran Depresión, la crisis más dura de los Estados Unidos, la Columbia compró por 5.000 dólares los derechos de "Night Bus", una historia breve de Samuel Hopkins Adams que había publicado la revista Cosmopolitan. Capra y el guionista Robert Riskin, que acompañará Capra en toda su carrera aportando la conciencia social típica de la política del New Deal, comenzaron a trabajar en la adaptación.
Al principio Capra quería como protagonistas a Robert Montgomery y Myrna Loy, ambos de la MGM, pero estaban ocupados. Al director de la MGM, el tiránico Louis B. Mayer, se le ocurrió ofrecerle a la Columbia Clark Gable. No por un ataque de generosidad, la verdad era que el bueno de Gable había pedido un aumento de sueldo y como se lo habían negado se declaró estresado y se internó en un hospital. Mandarlo a hacer una película menor con la Columbia era un castigo.
A Claudette Colbert los productores de la Columbia la fueron a buscar después de recibir reiteradas negaciones de otras actrices. Y tampoco ella, en ese momento con la Paramount, tenía gran interés en participar. Dijo que se iba de vacaciones, que sólo tenía cuatro semanas de tiempo para rodar y que la cuenta partía desde el día siguiente. Pidió además una cifra exagerada de dinero, 50.000 dólares. Ante la sorpresa de la prestigiosa y caprichosa actriz, la Columbia aceptó cada una de sus condiciones, incluso la de improvisar la filmación. La señora Colbert no tuvo más remedio que arremangarse y ponerse a trabajar. De "It Happened one night" diría, luego de la última claqueta, que era lo peor que había hecho en su vida. Palabras que se tragaría cuando, gracias a Frank Capra, ganó su primer y único Oscar, uno de los cinco que se llevaría la película.
El presupuesto total, incluido el elevado (para la época) sueldo de Claudette Colbert, era de 325.000 dólares.
Pues bien, tenemos un director entusiasta más un plot sacado de una revistucha, un presupuesto bajo, sólo cuatro semanas para rodar sin tiempo de preproducción, dos actores excelentes pero sin ningún interés en la película.

Y como si fuera poco estamos en pleno período de dura censura. En Estados Unidos regía el temible "código Hays". Que en realidad era un sistema de autocensura. Los estudios lo inventaron para regularse entre ellos y evitar la intervención externa. En el código Hays estaba escrito todo lo que se podía y no se podía hacer en 35 mm, según un moralismo hipócrita y exagerado, como suelen ser los moralismos. En un momento llegaron a prohibir la presencia de parejas durmiendo en la misma cama, aunque estuvieran legalmente casadas. No se podía mostrar ni dar a entender "perversiones sexuales", como la homosexualidad. Famoso fue el intento de censurar la frase de Clark Gable haciendo de Rhett Butler en "Lo que el viento se llevó", "Frankly, my dear, I don't give a damn", considerada demasiado atrevida.

Volvamos atrás, a los años treinta y a nuestro Capra. Quizás la censura explique la ausencia de una escena final con el encuentro apasionado entre los dos protagonistas. La verdad es que la escena sí está, sólo que fuera de campo, en ese espacio que prolunga el visible más allá del marco de la pantalla. No se ve y sin embargo existe. En "It Happened one night", Clark Gable y Claudette Colbert hacen el amor. Lo sabemos porque cae una frazada. ¿Cómo es posible? Puro lenguaje cinematográfico.

Otra razón de la ausencia de, al menos, un beso final podría buscarse en el género. "It Happened one night" no es una comedia romántica, es una screwball comedy. El género nace justamente con ésta película y con otra muy distinta, "Twentieth Century", del mismo año y dirigida por Howard Hawks con Carole Lombard y John Barrymore.
Se habla de screwball comedy cuando en un contexto de dificultades económicas como era la Gran Depresión, aparecen tramas que retratan copias románticas, un poco eccéntricas. La narración tiene algunos toques de slapstick, hay diferencias de clase que se superan porque allí el dinero no tiene valor, lo que cuenta es el amor que nace a pesar de las situaciones cómicas por no decir extrañas. El género dura hasta el inicio de la guerra, modificando algunas caracterísiticas.
En ésta línea la que más adoro y que es una de mis películas preferidas en absoluto es "Bringing Up Baby", también de Howard Hawks, año 1938, con los entrañables Cary Grant e Katharine Hepburn. Grant interpreta un científico distraído propenso a meterse en enredos, hay un tigre que también hace de las suyas y una Hepburn mimada y caprichosa que al final cede.
Quién sabe por qué me gustan tanto las screwball comedy. Me seducen esos hombres convencidos de saberlo todo, torpes, siempre preocupados por otros menesteres que caen como soldaditos de plástico ante esas niñas consentidas. Me divierten, me enternecen. Mientras miro "It Happened one night" me reconcilio con Clark Gable.
Ah sí, como decía Truffaut, el cine es mucho mejor que la vida.

Un par de curiosidades más sobre "It Happened one night". La primera es que a pesar de la crítica negativa arrastró mareas de público. Rompió el record de taquilla y lo mantuvo por varios años. Cuentan que los espectadores incluso entraban a ver la película muchas veces seguidas. Si ésta actitud hoy día nos puede llamar la atención, hay que recordar que era bastante común para la época cuando una trama conseguía atrapar, y a "It Happened one night" los americanos la adoraron. Incluso la película tiene una versión radiofónica con los mismos actores.
La segunda es que, gracias a los premios Oscar y a las ganancias que le dio a la Columbia, Frank Capra logró hacer valer, al menos por lo poco que permitía el sistema, su rol de director. Su primera conquista como cuenta en su autobiografía ya del título, "The Name above the Title", es justamente conseguir que los afiches publicitarios incluyeran su nombre junto al título. Si bien lo hacía algún productor independiente y en la época del mudo -cuando el director tenía más peso- encontramos algunos afiches que lo colocan, con el Studio System la película pertenece a la empresa y el director simplemente no cuenta. O sea, las películas eran Columbia's y no Frank Capra's. A tal punto que cada productora defendía sus propios códigos estéticos, como un particular uso del color, de la encuadratura o de la dirección de los actores.
La batalla que gana Capra si bien es importante para lo que luego será la politique des auteurs, no significa en su caso muchos otros signos de independencia. Capra era un director clásico, en el sentido más absoluto del término. Y quizás por eso la Columbia le concediera cierto margen, estaba segura que seguiría al pie de la letra la transparencia narrativa, la encuadratura al servicio de la narración y no se permitiría jamás el pecado capital: un actor mirando el objetivo.

Hablamos de la partida a los tropezones de "It Happened one night". A pesar de todas las dificultades la película es redonda. Nadie diría jamás que Claudette Colbert y Clark Gable no estaban trabajando a su gusto y que el feeling que les sale por los poros no es real. Sin embargo, los apurones del rodaje y la falta de presupuesto podrían deducirse, en realidad sólo sería capaz de notarlo un antipático fanático de la coherencia narrativa, por algunos detalles. Detalles que no nos interesan porque ésto no es una crítica de cine, es sólo un post para contar que Clark Gable en las manos de Frank Capra desplega gran fascino. Según el director sólo estaba interpretando sí mismo. ¿Será así? Aparece borracho, con un sombrero a media asta, la camisa arrugada y comiendo zanahorias crudas. Teoriza sobre el striptease masculino, el difícil arte de hacer dedo y de mojar las rosquillas en el café.

Y cuando cae la frazada y entra el cartel The End, Clark Gable sigue siendo Rhett Butler.
Sigue teniendo bigote.
Sigue igualito a Cantinflas.
Y Cary Grant sigue siendo el primero.

The WeatherPixie