domingo, agosto 27, 2006

27 de agosto.

Era, como hoy, un 27 de agosto. Año 1950.
"Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Está bien así? No chismeen demasiado"(1)
dejaba escrito Cesare Pavese en la habitación de un hotel de Torino.
("Mientras haya nubes en Torino será bella la vida."(2)) Bajo un cielo que imagino despejado, se quitó la vida con barbitúricos.

¿Será casualidad que el mes de agosto me encuentre leyendo Pavese?

En su casa, sobre el escritorio, había una carpeta verde, vieja y descolorida, con las páginas de su diario, numeradas y corregidas. En la carátula estaba escrito: "El Oficio de Vivir de Cesare Pavese" (3). En el 1952 Einaudi, la editorial que él mismo había contribuido a fundar, lo publicó. En esa edición y en todas las sucesivas, sus amigos tuvieron la delicadeza de substituir con iniciales los nombres propios y de omitir algunos parágrafos por considerarlos demasiado íntimos o ardientes. Si la censura por un lado resulta comprensible, por otro parece no respetar la voluntad del autor. Pavese esperaba su suicidio desde siempre.
"La soledad es sufrimiento - el acoplamiento es sufrimiento - el apiñamiento es sufrimiento - la muerte es el fin de todo." (1938) (4). Es fácil creer que no tachó ni quemó lo que deseaba se conociera.

Las páginas de "El oficio de vivir" contienen reflexiones sobre el pensamiento poético, anotaciones críticas. Pavese, además de poeta, ensayista y narrador, era crítico y traductor. A él Italia le debe traduciones ejemplares de Daniel Defoe, Charles Dickens, Herman Melville, Sherwood Anderson, Gertrude Stein, John Steinbeck, Ernest Hemingway. Se recibió con una tesis sobre la interpretación de la poesia de Walt Whitman, era gran admirador de los escritores contemporáneos norteamericanos y uno de los mayores expertos de la época.
En "El oficio de vivir" casi no hay descripciones de la cotidianeidad, más bien encontramos pensamientos profundos, algunos divertidos, otros desolantes. Y sus famosos aforismos.

"Y sobre todo recordarse que hacer poesías es como hacer el amor: no se sabrá jamás si la propia felicidad es compartida." (5)

"No nos liberamos de una cosa evitándola, sino atraversándola." (6)

"No es lindo ser niños: es lindo de viejos pensar a cuando éramos niños." (7)

"Las cosas se descubren a través de los recuerdos que se tienen. Recordar una cosa significa verla -sólo ahora- por primera vez." (8)

El italiano escrito era (es) una lengua fosilizada, por eso soprende la solutura de Pavese. A veces, al sexo se refiere con la palabra "chiavare", la traducción literal sería "clavar". Es un término vulgar, algo pasado de moda, hoy se diría "scopare", la traducción literal sería "barrer". A "chiavare" y "scopare", según la latitud podríamos traducira con "follar" o "coger".

"Si coger no fuera la cosa más importante de la vida, el Génesis no iniciaría de ahí." (9)

¿Qué pasa cuando nos acercamos a la biografía de un autor? En lo personal siempre fui más bien borgiana y crociana. Creía que de un autor sólo contaban las obras, si cuentan, naturalmente, como dice Italo Calvino. Todo el resto era inútil. Salvo raras excepciones, nunca fui una gran lectora de diarios, biografías y epistolarios. Mi abuela sí. Sus consejos de vida solían venir acompañados con la citación de lo que le había pasado, por ejemplo, a María Antonieta de Austria. Cuando mi abuela falleció y la familia se quedó sin su pilar, tuvimos que suplantarla de alguna manera. Algunos ocuparon su rol de encendedora de velas, con rezo y todo si necesario, hay quien se puso a soñar, otros a cocinar sus manjares. Supongo que a mí me tocó leer la vida de la gente. Lo sorprendente es que lo que antes me resultaba aburrido ahora me atrae. Todo empezó cuando tuve que admitir que si había logrado entender (en parte) a Lacan, se debía al excelente libro de Elisabeth Roudinesco, "Lacan, indagación de una vida, historia de un sistema de pensamiento". Aquí mismo conté de cómo cambió mi idea de Kafka a partir de las cartas a Milena. Lo mismo me pasó en los últimos años desde la lectura, desordenada, como in fraganti, que realicé de los diarios de Fernando Pessoa, Sylvia Plath, Virginia Woolf; de las interesantes autobiografías de Luis Buñuel y Simone de Beauvoir, y de la aburridísima de Gabriel García Márquez. Los nobles no me interesan, esa es mi variante de la versión de mi abuela, por el resto, también yo me descubro citando ejemplos de la vida de los personajes célebres. Algo que no deja de parecerme ligeramente ridículo, vista mi condición humilde. Se note como cada vez que un periodista le pregunta a un presidente de algo, gerente de una empresa importante o poderoso que sea, qué cosa está leyendo, éste contesta: "la biografía de..." Como si existiera un código del potente que se pudiera ejecutar.

Volvamos a los avatares del poeta. El gran amor de Cesare Pavese era "la mujer de la voz ronca". Una matemática, militante de la resitencia al fascismo. A Pavese en realidad sólo le importaban, como el mismo dice, la técnica de la poesía y la técnica del amor, su cercanía en algún momento al partido comunista se explica sólo por sus amistades intelecuales. Esta señora recibía correspondencia secreta en la casa del escritor. Cuando los fascitas descubrieron la dirección, se llevaron preso a Pavese, ya que él no reveló el nombre de la verdadera culpable. Salió más de una año después y se encontró con que ella se casaba con otro.

"La cosa más secretamente y más atrozmente temida, sucede siempre.
Desde niño pensaba temblando a la situación de un enamorado que ve a su amor casándose con otro. Me ejercitaba en éste pensamiento. Y voilà."
(10)

Ante ésta situación, cualquiera se hubiera vuelto misógino.
La última decepción, por la que se mató, fue una actriz que lo admiraba, Constance Dowling. La maldita también lo abandonó. A ella le escribió sus últimos versos, que también dejó prontos: "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos." Librito que recomiendo desde lo más profundo de mi ser, ya del título...

En el diario, hay una revelación espeluznante. Desde las primeras páginas, aun censurado, resulta obvio que Cesare Pavese tenía problemas sexuales. Al parecer impotencia y eyaculación precoz.
Mi imagen física de Pavese era la que me había regalado Natalia Ginzburg en una de los libros que más quiero en el mundo, casualmente también autobiográfico, "Léxico familiar": un hombre cabizbajo, solitario y tímido, con los bolsillos rebozantes de cerezas, sufriendo por amor. Están sus fotos y las que emergen de sus poesías:

"Me congela, la piedra,
mi espalda desnuda que gusta a las mujeres
porque es tersa: ¿de qué cosa no gustan las mujeres?
Mas no pasan mujeres." (11)

La componente física del sufrimiento amoroso siempre fue para mí una consecuencia, no la causa. Cualquiera que haya sufrido por amor sabe que se siente un desgarramiento en el pecho, producto del recuerdo del contacto físico con el ser amado. ¿Pero qué pasa cuando ese contacto no fue posible? Es la ausencia de la ausencia. Me resulta imposible imaginar un dolor más grave.




(1) Perdono tutti e a tutti chiedo perdono. Va bene? Non fate troppi pettegolezzi.
(2) Fin che ci saran nuvole a Torino sarà bella la vita.
(3) Il Mestiere di Vivere di Cesare Pavese.
(4) La solitudine è sofferenza - l'accoppiamento è sofferenza - l'ammassamento è sofferenza - la morte è la fine di tutto.
(5) E soprattutto ricordarsi che far poesie è come far l'amore: non si saprà mai se la propria gioia è condivisa.
(6) Non ci si libera di una cosa evitandola, ma soltanto attraversandola.
(7) Non è bello essere bambini: è bello da anziani pensare a quando eravamo bambini.
(8) Le cose si scoprono attraverso i ricordi che se ne hanno. Ricordare una cosa significa vederla -ora soltanto- per la prima volta.
(9) Se il chiavare non fosse la cosa più importante della vita, la Genesi non comincerebbe da lì.
(10) La cosa più segretamente e più atrocemente temuta, accade sempre.
Da bambino pensavo rabbrividendo alla situazione di un innamorato che vede il suo amore sposarne un altro. Mi esercitavo a questo pensiero. E voilà.
(11) Mi gela, la pietra,
questa mia schiena nuda che piace alla donne
perché è liscia: che cosa non piace alle donne?
Ma non passano donne.
(Fragmento del poema "Ritratto d'autore".)




sábado, agosto 19, 2006

Año I


Hoy guano cumple un año. Desde niña, mis cumpleaños me entristecen.
Por suerte esta vez la que cumple años es ceryle, yo no tengo nada que ver.

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Hace un año recibí el mail de una amiga con el link a un blog. ¿Un blog? Era un viernes de noche. Me quedé leyendo hasta que amaneció. Delante de la pantalla, sentí que estaba conociendo a alguien. Una sensación rara, irracional, imposible y al mismo tiempo clarísima.
Dormí y cuando desperté escribí un post que publiqué cuando entendí cómo se hacía.

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Mientras guano estaba en el aire, traté de entender por qué lo estaba haciendo. Pensé que escribir me serviría para recuperar, al menos en parte, la sintaxis en español.
Pensé que podría volver a sentir el placer de escribir en libertad. Sin obligaciones, ni siquiera la de escribir bien.
Pensé que podría sentirme menos sola. Me había adaptado a mi nueva vida. Lo único que no lograba superar eran las relaciones amistosas. Cada reunión, cena, bar, paseo, contacto humano, me dejaba vacío en el estómago y aburrimiento.
Ahí adentro, en la web, encontraba gente (o lo que sea que esté detrás del monitor) que me enganchaba por horas. A veces por la prosa exquisita, la imaginación, la cultura, el humor. También me sorprendía a mí misma leyendo desgracias que ni Corín Tellado, dando los consejos que odio recibir o discutiendo de fútbol, incluso haciendo piruetas para entender oraciones desgramaticadas.
Lo que nunca pensé es que sería capaz de comunicar. Jamás se me ocurrió que a través de un medio, de la apariencia tan fría, fuera posible dialogar. Y mucho menos esperaba encontrar seres inteligentes, creativos, sensibles, que me hicieran reír (y lagrimear). Tantos locos lindos. No sabía que existían. ¿Han notado la cantidad de gente creativa que anda suelta? ¿Y todos los que escriben como los dioses?

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Al principio, me saqué libros de la biblioteca para investigar. Elegí lecturas prácticas. Recuerdo que un experto aconsejaba que el blog tuviera un perfil definido: o deportes o cine o literatura o técnica, etc. Me pareció algo terrible ¿cómo voy a ser sólo una cosa?
Hace poco me acerqué a algunas lecturas más teóricas sobre el ciberespacio. Me iluminó la idea de que nuestro Yo, fragmentario, se pueda expresar en la web sin sufrir el conflicto de no coincidir con un único cuerpo físico. Sólo aquí puedo ser al mismo tiempo muchas cosas, incluso contradictorias, sin alterar mi porcentaje de neurosis.

A su vez, todo el ciberespacio es fragmentario. Por eso, en mi opinión, es un atentado contra su filosofía poner cartelitos que digan "vote este blog", los concursos de blog o cualquier estrategia (disimulada o no) para dominar.

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Lo que nos aleja de los animales y nos hace más humanos es la capacidad de simbolizar, lo más humano es la mente y lo más animal el cuerpo. En la web no hay cuerpo. Y si hay es etéreo, no molesta. Puedo ir hasta Japón.
Sin cuerpo las relaciones son más humanas. Puedo comunicar con alguien sin que me moleste su mal aliento, o me distraiga el brillo de sus ojos. Un mundo aséptico, puro.

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Si leo la crítica a un cuadro, a una película, a un autor, espero que tenga además de información, claves de lectura, propias y ajenas. La crítica tiene que colaborar para que mi propio contacto con la obra sea más rico, más penetrante, más auténtico. Me molesta si un crítico se pone a describir lo que él sintió ante la obra. Quiero que el crítico esté a mi servicio.
Sin embargo, en un blog quiero entrar en la mente subjetiva del lector. Si aparece algún dato quiero que sea mínimo, lo que me interesa es lograr entender lo que el Otro sintió. Necesito la subjetividad absoluta.

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Guano no es un diario, es otra cosa. Ningún blog es un diario. De todos modos, más de una vez sentí el impulso de cerrarlo. No sé cuanto tiempo pueda resistir la existencia de una prueba de mi vida. Mientras ¿festejamos?

viernes, agosto 11, 2006

Leo, veo, ergo sum.

Siempre le tuve miedo a Albert Camus.
Algunos fragmentos citados por ahí me hacían temer una afinidad morbosa. Me atraía su biografía: la familia analfabeta, la participación a la resistencia, la pela con Sartre (dicen las malas lenguas que Sartre renunció al premio Nobel porque Camus lo había ganado antes).*

Hasta que decidí que había llegado el momento justo de darle un toque camusiano a mi depresión. Aseguran los que saben que Camus en realidad no puede considerarse existencialista, lo que creo nadie pueda discutir es que sea profundamente dostoievskiano.
Leí "El extranjero" de un tirón, en una noche.
Y "La peste" despacito, releyendo fragmentos. Mi personaje favorito es Joseph Grand. Un oficinista que después del trabajo escribe lo que cree será una gran novela, delante de la cual los editores se quitarán el sombrero. (Manifiesta indiferencia ante la observación de su amigo: seguramente los editores no usan sombreros en sus oficinas). Con el tiempo se descubre que Grand sólo tiene páginas y páginas con la frase incial, perseguido por la obsesión de perfeccionarla. Una las versiones de la oración es más o menos así:
En una bella mañana de mayo, una esbela amazona, montada en una suntuosa potra alazana, recorría, entre las flores, los bulevares del Bois.

"La peste" pasa a ser una de mis novelas preferidas, y el final uno de los mejores de la literatura. El canalla de Cerylo me había dicho que se morían todos, no es verdad, se intuye algo todavía peor.

De cine he visto algunas cosas nuevas, aburridas. Lo mejor fue la panzada de Louis Malle. Volví a ver a Jeanne Moreau en "Les amants" (1958), paseándose en camisón adornada con collar de perlas, por eso su foto en el post anterior. Y capaz por eso también un post tan arrogante.
Entre otras películas, ví por primera vez "Soplo al corazón" (1971), con música original de varios jazzistas como Charlie Parket e Sidney Bechet. En la Francia de los años cincuenta, unos personajes espontáneos e irreverentes nos hacen vivir un incesto feliz, sin lugar al psicoanálisis destructor.
A veces el cine hace que la vida parezca una sucesión de momentos leves, naturales, alegres.

A veces pienso, como Simone de Beauvoir, que mientras existan libros (y cine) tengo asegurados momentos de felicidad.

*También dicen que Sartre no aceptó el Nobel para ser aún más famoso, ya otros lo habían ganado pero nadie lo había rechazado. Las acusas a Sarte son infundadas. Cuando lo pusieron en la lista de los nominados escribió una carta a la Academia para pedir que no se lo dieran porque no lo aceptaría.

domingo, agosto 06, 2006

Fibra de seda.


[...] I have looked at it so long
I think it is a part of my heart. But it flickers.
Faces and darkness separate us over and over.
Now I am a lake. A woman bends over me,
Searching my reaches for what she really is. [...]
(Mirror, Sylvia Plath)


Los vestidos ajados conservaban aún la memoria de mis caderas. Colgaban ordenados de un fierro, cada uno en su percha. Mi perfume lo habían perdido, ahora olían a encierro y naftalina. El aire que entraba por las puertas del garage, abiertas de par en par, no lograba arrancarles el vestigio de su reciente destino inútil. El aliento helado de la rambla se conformaba con hacerlos rozar unos con otros, como una caricia entre conocidos.

Había vuelto a Montevideo para deshacerme de las últimas cajas. Mi ropero no entraba en las Samsonite, así que mis amigas me ayudaban a organizar una feria americana. Si de un lado habíamos colocado los sweaters, del otro los accesorios, en unos estantes los pantalones, el mejor perchero era para la colección de vestidos.

Un exceso de género para una sola persona, rumiaban irónicos los visitantes. Mis explicaciones de herencias, liquidaciones en países extranjeros y regalos sólo empeoraban las cosas. Inútil describirles los metros de biblioteca que dejaba en depósito. Mínimas nociones de matemática revelaban en qué había invertido mis salarios.
T., aburrido de tanta textura desmayada, comenzó a hojear las telas con delicadeza hasta encontrar algún vestido que lo ayudara a narrar un capítulo particular de mi vida. Cuando lo escogía, lo descolgaba, se lo ponía sobre su pecho peludo y lo dejaba hablar. De hombres que alucinaban con la idea de desprender uno a uno los botones de una solera de algodón rayado. De una tarde ventosa que me levantó una falda a florcitas naranjas. De unos volados negros que enolquecieron a un viejo. Algo de verdad había, poca. Faltaban pruebas que responsabilizaran una camisola de tul del intento de suicido de un marinero. Ninguna foto demostraba la distracción de un novio en el altar por culpa de una ceñida minifalda de hilo rosa.
La actuación de T. nos hacía destornillar de la risa. Con ademanes exagerados imitaba mi andar coqueto, a veces atropellado. Los demás me dejaban ser el centro, quizás porque ya me estaban extrañando. Y si no fuera porque era invierno y faltaban las medias can-can, encantada hubiera accedido al pedido de refrescarles la memoria con un desfile allí mismo, casi en la vereda.
Detrás del vestido blanco con ribetes de encaje, estaba el de seda roja. Me lo había puesto sólo una vez y T. no me había visto. Callé la historia porque ciertas cosas no se desvelan. Al menos hasta que una se pone un blog, hace de cuenta que nadie la conoce y se convierte en delatora.

El vestido había sido un camisón Coco Chanel. Lo compró mi tía para usarlo en su luna de miel. Empaquetado en papel manteca y cintas de raso, el atelier le vendió promesas que se hicieron trizas en una cama de estreno. Mi tía se casó con un gay.

Sin la más mínima perspicacia decidí reciclarlo. Lo luciría para dar la estocada final a un hombre. Un plan despiadado.

Un ejército de mujeres, mis cómplices, me ayudaron a concluir detalles. Éramos las malas de una pésima novela, las guionistas del último episodio, el de la retirada triunfal.
Para la patética empresa nos atreveríamos a todo. Incluso a restaurar un Chanel. Una amiga del alma me acompañó en el trágico momento de aplicarle tijeras. Le hilvanamos el dobladillo hasta lograr unas ondas perfectas que ocultaban apenas mis muslos. Le ajustamos los delicados breteles, probándolo una y mil veces. Cosimos y descosimos pinzas hasta conseguir un cierto efecto que consistía en amenzar con mostrar una teta, asegurándome que las dos iban a quedarse en su sitio hasta el final del baile, envueltas en seda roja, como tenía que ser.
Su madre colaboró prestándome unas sandalias de época con diez centímetros de taco, el máximo que las piernas de una mujer pueden soportar, sentenció. Mi hermana aportó su bombacha de satén roja, insistía en que desde esa altura me iba a despatarrar apenas me sonriera y tanto valía que estuviera combinada. Mi abuela, disimulando no saber la causa de mi falta de apetito, me ofreció su collar de perlas de tres vueltas.
Me miré al espejo por última vez. Caminé altanera. La seda espesa se adhería a una curva el tiempo suficiente para insinuarla antes de caer indiferente. El bronceado tenue bastaba para velar la transparencia de mi piel. Sobre los hombros llevaba mi pelo suelto, que se me colaba por la enorme abertura de la espalda. Apenas un toque de maquillaje para no sentirme desnuda.

No lo miré. No por falta de ganas, más bien por miedo a que se cumpliera el vaticinio de mi hermana. Me contaron que él me clavaba los ojos mientras estaba anclado a un vaso de whisky en la barra. Allí se quedó imprecando hasta que alguien se lo llevó borracho. El plan había funcionado y todavía no era medianoche. Cada vez que él me buscaba con los ojos yo estaba mirando a otro que me ofrecía de beber o me invitaba a bailar o me hacía declaraciones obscenas disimuladas de elogios intelectuales. Allí estaba yo, sonriendo a la platea en mi última aparición, como un payaso vestido de Chanel.

Para coleccionar un número tan alto de piropos tendría que esperar el día de mi boda. De los repentistas que esa noche pusieron en escena mi obra sólo recuerdo a uno. En esa fiesta en la que éramos varios los que nos habíamos disfrazado, Ken (¿cómo llamarlo de otro modo?) se me acercó. La música estaba demasiado fuerte o yo me había quedado sorda para todas las voces que no fueran las del borracho de la barra. No le entendía. Ken perdió la paciencia y se puso a gritar disparates, me tironeaba del codo y me alejaba de los demás, comportamiento que no formaba parte su educación, recibida en el colegio de los maristas. Para no dar escándalo, accedí de mala gana a salir al jardín. Había gente por doquier, me incomodaba su descaro, me picaba la seda en la piel ahora que me había dejado sola el borracho de la barra.
Nos sentamos sobre una colina de césped. Me recosté a algo como un muro, sin haber bebido ni una gota me sentí desfallecer. Ken ordenó que no me moviera y fue a buscarme un vaso de agua mineral. Lo ví volver con su paso torpe, ese que usan los chuecos demasiado huesudos para evitar romperse. Ken era uno de los hombres más guapos del mundo. Sin embargo, parecía que no lo supiera, que no se sintiera culpable. Salir con él a la calle era una experiencia traumática: todas las mujeres lo miraban, de arriba a abajo y puedo asegurar que el recorrido, a lo ancho y a lo largo, llevaba un buen rato. Estrujaba el corazón de ternura ese hombre que necesitaba añadir varios centímetros de ruedo a los Levis ignorándolas a todas, concentrado siempre en la que tenía enfrente, tan ignaro de su harem.
Era imposible no sentirse cachetuda delante de su maxila cuadrada. No sospechar haber olvidado el enjuague L'oréal cuando los dedos resbalaban por sus mechones castaños. Pellizcarlo no bastaba para hacerlo real.

Su voz ronca, otra vez, estaba emitiendo sonidos para mí, había mucha gente, nos estaban mirando. En un momento puso sus manazas en mi cara y me enderezó para que lo viera. Si logré concentrarme en lo que estaba diciendo fue porque me pareció vislumbrar una lágrima, ¿o era el reflejo de un foco de neón?
Ninguna mujer con perlas de cultivo sacudiéndose en semejante escote puede creer a una declaración de amor, aunque sea la del mismísimo Ken. Como si no bastara pretendía explicarme además el amor que sentía por Barbie. Ah sí, en la vida de Ken había una Barbie, en ese momento durmiendo pancha en su casa con una Hering agujerada. El problema con Ken era su idiosincrasia caballeresca, honesto hasta la muerte, obsesionado en pedir permiso para pasar, en hacer las cosas como corresponde en lugar de arrinconar a la vida (o a mí) contra una pared. Desde el cuarto oscuro del curso de fotografía en el que nos habíamos rozado por primera vez, veníamos desencontrándonos. Siempre rodeados de obstáculos, momentos inoportunos, equívocos, tan así que ni habíamos tenido tiempo de amanecer juntos.

De nuevo lo tenía delante. Movía los brazos en su Gap cuadriculada. Tomaba mis manos, las soltaba, tomaba un líquido helado. Entre medio me ofrecía acciones y objetos: dejar a Barbie; darme una pitada; engañar a Barbie; quererme; acompañarme a casa; su chaqueta de almohadón; un abrazo; un viaje repentino al Cabo Polonio; una vuelta a la manzana; olvidarnos de todos. Se me perdía el final de sus frases por quedarme mirando el vacío entre las hojas de los árboles, por escuchar el motor de algún coche en huida.
De sexo explícito no habló, estoy segura. No dijo que quería tocarme, empalagarse de mi fragancia Thierry Mugler, aplastarme con su cuerpo imponente.
La intención se le adivinaría por el temblor, porque caí en la cuenta del desatino del vestido rojo. Para cubrirme las carnes traté de estirar la seda hasta casi rajarla.
Con la seriedad que me podía dar mi Chanel, a esa altura ya humedecido de rocío, le pedí que me dejara ir. Era tarde, conmigo tan cansada de ser una aspirante a Cenicienta. Me levanté como pude, intentando ocultarle mi desvergonzada ropa interior.

Dos pasos más adelante me giré de impulso cuando sentí el fracaso de un vaso de vidrio contra la piedra laja. Del pulso le chorreaba un hilo de sangre, ¿o era el reflejo de mi vestido rojo?

martes, agosto 01, 2006

Ceryle lee. Middlesex, de Jeffrey Eugenides (2002).

Este americano, de familia griega, ya me había conquistado con "Las vírgenes suicidas" (1993), libro que leí luego de haber visto la excelente versión cinematográfica de Sofia Coppola.

"Middlesex" es la historia de un hermafrodita. El autor, otra vez en primera persona, toca teclas íntimas, casi enfermizas. Con la misma técnica, cava a fondo las paredes de un misterio, sin desvelarlo completamente.

Eugenides maneja bien el suspenso, los tiempos narrativos. Por momentos parece un buen alumno de taller literario. En otros pasajes regala perlas de ingenio y buena escritura. Molestan, porque ya me tienen harta, los toques de filosofía posmoderna. Al contrario, me pareció divertida, aunque esto tampoco es novedad, la infiltración de la mitología griega.

Saqué la novela del estante por morbosa. Nunca entendí del todo, y siempre me sentí atraída, por los cambios de sexo. Considero superiores a las personas que, de algún modo, consiguen tener los dos géneros. Cada vez que aparece un transexual ante mis ojos quedo encandilada, los ojos fijos. Quién sabe si un día me animo a preguntarle a uno de ellos si después de la operación pueden sentir algo parecido al orgasmo.

En "Middlesex", antes de llegar a la descripción de los genitales de Calliope, hay que leerse la historia de toda la familia Stephanides, con vocación al incesto, manchada por algunos momentos del presente, cuando Calliope, ahora Cal, tiene 41 años e intenta conquistar a una chica japonesa (las preferidas de los dudosos homosexuales por el cuerpo con formas masculinas).

A continuación, parafraseo un pedacito de libro. Hay varios fragmentos por el estilo, pero éste puede ayudarlos, estimados lectores, a disminuir las peleas conyugales. Los llevará a valorar, dependiendo del caso, el choma que tienen a su lado, hecho de testosterona pura; o la dama, una encanto de feminidad. Pues, vayan sabiendo que lo que es genético no se educa. Y si ni así dejan de quejarse, es hora de cambiar de sexo, el propio o el del partner, siempre dependiendo del caso.

Según la biología evolucionsita, los géneres se separan, el hombre se hace cazador y la mujer recogedora. Y así estamos, igualitos que en el 20.000 a.C.

¿Por qué los hombres no consiguen comunicar? Porque durante la caza tenían que estar en silencio.
¿Por qué las mujeres comunican tanto y tan bien? Porque cuando recogían las frutas, tenían que llamarse entre ellas para avisarse dónde estaban.
¿Por qué los hombres, en casa, nunca encuentran las cosas? Porque tienen un campo visivo restringido, útil para seguir las huellas de la presa.
¿Por qué las mujeres consiguen encontrar las cosas con facilidad? Porque, para proteger el nido, estaban acostumbradas a explorar un área más amplia.
¿Por qué las mujeres no saben estacionar? Porque un bajo nivel de testosterona disminuye el sentido del espacio.
¿Por qué los hombres no piden jamás una indicación por la calle? Porque pedir indicaciones es signo de debilidad, y los cazadores no muestran jamás debilidad.

(Ah, ¿qué si me resigno o le meto estrógenos en la sopa? Lo estoy meditando.)
The WeatherPixie