jueves, setiembre 21, 2006

Fotonovela de autor: "La ladilla humana", de Von.

Volvió Von, el más genial autor de fotonovelas que con su ópera prima había conquistado crítica y público. En pasado, con la historia de un duelo, Von nos había deleitado con su propuesta de vanguardia: la fotonovela reciclada. Estamos felices de anunciar que nuevamente podremos dejarnos sorprender por su obra, gracias a su humor inteligente y personal, capaz de hacernos reír sin sentirnos superficiales. Porque con Von es posible afrontar un viaje catártico, a través de la comedia y el drama, hacia la reflección poliédrica.
En su última producción "La ladilla humana", ya en su segunda entrega, toca temas tan hondos, tan actuales, como el rol de la ciencia en la sociedad contemporánea, la importancia que el mundo postmoderno adjudica a la vida, los límites entre realidad y fantasía, entre representación y vivencia. Esta vez, su estilo homenajea la fotonovela años cincuenta. Desde el punto de vista estético, el tono sepia regala a la obra un toque nostálgico, sin por ello dejar de recurrir a técnicas contemporáneas como el relato fragmentario, a través del flashback. A propósito de su técnica narrativa, es importante señalar la diferencia entre Von y otros autores jóvenes. Pensemos por ejemplo al cineasta Iñarritú que trabaja con la narración paralela, pues bien, Von va mucho más allá, lo trasciende, en el sentido kantiano del término. Von jamás olvida dialogar con su público, aunque sea a costo de detener la narración y desvelar la marca enunciativa. Von, además de ser el más creativo, inteligente y sagaz de los autores, es sensible. Dirige su narración con claridad, sin esquizofrenias inútiles, porque Von quiere entender el mundo, quiere dilucidarlo, sin por ello negar su complejidad existencial. El lenguaje vonista es libre: reivindica una ortografía sin ataduras a tildes o zetas, una organización de la frase discursiva sin nacionalismos ni imperialismos. La desconstrucción derridiana aparece así con su carácter más descarnado, en un formato inaudito: la fotonovela bloguera.
El plantel de actores es excelente, como siempre. El casting sabe moverse con naturalidad, adhiriendo al personaje, a tal punto de arriesgar la propia incolumidad. Quien escribe conoce en carne propia las lesiones psíquicas que deja un trabajo tan exigente con un director de actores como Von, por este motivo tememos por la salud mental de los más frágiles, emotivamente hablando, pensemos en El Warren y su complicada historia sexual, en Robertö y su relación con los animales, en Irina y sus crisis meteorológicas. Por eso, desde aquí, queremos brindarles todo nuestro apoyo. Al mismo tiempo les decimos que cualquier sacrifico vale la pena, siempre que se trate de compartir el plató con Von, el gran Von.

Leed aquí

jueves, setiembre 07, 2006

¿Y tú? ¿Dónde estabas el 11 de setiembre 2001?

El 11 de setiembre para mí fue un espectáculo. Los días siguientes me pasé esperando que pasara algo. Mientras, escuchaba la radio y miraba la tele. Le gritaba a Cerylo que viniera cuando ponían la imagen del avión reventando la primera torre, mucho más emocionante que la del segundo. Bombardeaba a la gente con análisis pedantes sobre el manejo de la comunicación norteamericana. El resto, hasta hoy, me parece poco interesante.
Sólo que el domingo me acordé dónde estaba.

Era un domingo asqueroso: sol. Habría preferido mil veces estar encerrada en una sala oscura de la muestra de cine de Venecia que andar pedaleando.* Al rato, entre el olor a hierbas, los caminos de tierra sombreados, las paradas a saludar lejanos parientes campesinos, se me pasó el mal humor que me produce la vida saludable. En cada una de esas paradas, el canasto de mi bici se iba llenado de verduras recién arrancadas de las huertas. Una prima segunda nos ofreció higos, pero había que subir a recogerlos. Cerylo estaba en lo más alto de la escalera y nosotras desde abajo le dábamos indicaciones contradictorias sobre el fruto maduro que tenía que cortar. Cada tanto nos tiraba alguno de los más gustosos, los que tiene la gota saliéndose por la piel. Los devorábamos olvidando sostenerle la escalera.
Ya de vuelta pasé por una viñas que conocía bien. La vendimia había iniciado. Noté que las plantas, sin racimos, estaban cortadas de un modo extraño.

Cuando cayeron las torres gemelas en Nueva York yo estaba en plena vendimia. Se me había vencido la beca de postgrado y esperaba otra para preparar el examen de admisión al doctorado de Bolonia. Tenía pocas esperanzas y ni un peso. Trámite unas tías parientas de parientes de Cerylo, me presentaron a los dueños de una hacienda vitivinícola. Unos millonarios ignorantes, como toda la gente de campo en el norte italiano. La Democracia Cristiana, que gobernó el país durante décadas, incentivó con exageración la producción. Se trata, en general, de empresas familiares, donde trabajan todos de sol a sol y sólo desde hace poco, gracias a la inmigración, tienen algunos asalariados. Aumentan los empleados en época de recolección. A los extranjeros les tienen miedo, por un breve período prefieren contratan jubilados, los mismos desde hace años o amas de casa. Gente sin problemas económicos, que trabaja por costumbre o para redondear.

Comencé a fines de agosto con las uvas blancas. Me levantaba muy temprano e iba en una bici prestada, casi siempre en subida, hasta la casa de estas tías que resultaron ser unas personas encantadoras. Allí partíamos en auto hasta el campo que tocaba ese día. No existe el latifundio, los campesinos tienen un pedazo de tierra con la casa y luego van comprando o heredando otros, desparramados por la zona. Éramos unos quince o veinte en las viñas. Además de mí, los únicos jóvenes eran los parientes del peón albanés que tenían fijo: la esposa, un hermano y una prima que aparecía cada tanto. Había que tener recomendación para cortar uvas, no aceptaban a cualquiera.
Las tías me equiparon con guantes de algodón, que se colocan debajo de los de goma, una tijera podadora, remeras de manga larga, sombrero y me obligaban a ponerme botas de goma cuando había caído rocío. Con nosotros trabajaban las mujeres de la familia propietaria, los hombres se ocupaban de la producción final del vino y de los negocios. Era la primera vendimia de la neoesposa de uno de los hijos, según supe, la hija de un importante empresario de la ciudad, entre los más ricos del país. Me divirtía mucho ver a esa burguesa, rubia de peluquería, vestida de marca, antipática, poner cara de asco cada vez que se le reventaba una uva en la cara. Pero no había caso, en una familia de campesinos, todos trabajan.

El encargado de subir los cajones con kilos de uva a los camiones era un viejo que se caía a pedazos. Al segundo día me ofrecí para ayudarlo. Supe durante meses lo que es el verdadero dolor de espaldas.
Se trabajaba con una rapidez increíble. Me sorprendía que cuando los patrones no estaban a la vista, nadie ralentizara un poco, ya que nos pagaban por hora. Sobre el pago organicé una especie de protesta que funcionó, pasamos a ganar 12 euros en lugar de los 10 iniciales. Desde mi experiencia de peona rural, estoy convencida que el trabajo sudado tendría que pagarse el doble del trabajo intelectual. Y a los profesores quejosos con los que tengo contacto diariamente los mandaría a pasar una temporada en una fábrica.

La alegría de la vendimia era contagiosa. Cantaban canciones, contaban historias, chusmeaban del pueblo, se tomaban el pelo entre ellos. Hablaban siempre en dialecto. Cada tanto me enojaba y les pedía que usaran el italiano, me pedían disculpas, pero al rato ya se ponían otra vez a hablar en dialecto. Terminé por aprenderlo.
Un día armé un griterío infernal porque juré que me había tocado una vívora. Se detuve el trabajo y todos a buscar el reptil. Me miraron muy torcido cuando se descubrió que era una inocente lagartija de cola larga.
Al mediodía se paraba para almorzar. Pausa de un par de horas sagrada. Algunos días nos quedábamos en el campo, se compartía el almuerzo y se dormía la siesta debajo de las viñas.
Me sorprendió la mentalidad conservadora, xenófoba, semianalfabeta, materialista, mojigata de esa Italia pueblerina. Tenía delante mentes simples, convencidas que la vida se sostiene con dos o tres pilares, siempre los mismos, desde generaciones. Que hay cosas que están bien y otras que están mal. Las emociones eran pocas y sin matices, provocadas por nacimientos, matrimonios, muertes, propiedades, vacaciones. Comprendí lo que era la ideología del trabajo, el único sistema de pensamiento, todavía vigente en esos viejos, que había hecho posible levantar un país devastado por la guerra.
Además de las tías que eran muy cómicas, me gustaba vendimiar cerca de los albaneses. Los atomizaba con preguntas sobre el comunismo, las costumbres, la religión y aprendí algunas palabras, que pronunciaba al parecer muy mal porque ellos reían a carcajadas. Por el contrario, nadie se interesaba de mi vida en Uruguay. Los albaneses venían de una familia muy católica. La joven esposa me confesó que antes de casarse nunca pudo estar a solas con su novio, elegido por su familia. Pero cerca de la fecha del matrimonio, me contó como si fuera una gran cosa, estaban autorizados a pasear del brazo y hablar tranquilos, con la familia caminando atrás.
Unos días los compartimos con un cura, el hermano de la dueña. Tuve la mala suerte de tenerlo enfrente. Recuerdo que durante horas contó el sermón que había preparado para un funeral. Expresaba con un tono de voz monocorde, de vendedor de aspiradoras, sus opiniones retrógradas, que me sacaron más de una puteada que las tías luego me recriminaron.
Por la tarde se hacía un recreo de pocos minutos. Las señoras llevaban tortas y los dueños descorchaban una botella. Un placer detenerse un momento, mirarnos las caras embadurnadas, las ropas manchadas de violeta, en silencio, con la boca llena.
El 11 de setiembre estaba cortando uva y no me enteré de nada hasta varias horas después. Al día siguiente fui a vendimiar con una radio, temía que terminara el mundo y yo sin saberlo.

El domingo cuando pregunté por las viñas podadas, supe que todos los productores de vino de la zona habían comprado máquinas para suplantar a los trabajadores. Supongo que es el progreso: rumor de motores en lugar de los cantos de mis viejos amigos vendimiadores. Sé que el apretón de pecho que me vino es ridículo. Es como sentir nostalgia por las mujeres que ya no lavan sus ropas en el río (¡santa lavarropas!). Sigo pensando que quién dice que hace un siglo se vivía mejor que hoy nunca fregó un piso con cepillo. Vendimiar es un trabajo duro, se acalambran los brazos cuando las plantas son altas y las rodillas cuando son bajas, se sufren arañazos de ramos y picaduras de insectos. Una máquina tendría que alegrarme. ¿O no?

* Aquí conté de mi bici amarilla, en un post que se llama "¿Espacio urbano has dicho?"

The WeatherPixie