domingo, abril 22, 2007

La duquesa, desde su nave, mira hacia el cielo y reconoce un aeroplano: "¿Jack Tippit? Yo amo a ese hombre... ¡Derribátelo!

domingo, abril 15, 2007

Corta declaración de amor.

No sé si es un metejón. Amor verdadero, siempre que exista, no puede ser. Eso, al menos, está claro. ¿Amistad? Me encantaría arrancarle la bufanda blanca que se obstina en llevar. La usaría para anudarlo al respaldo de mi cama. Con los amigos más bien vienen ganas de charlar, en general. Él es hombre de pocas palabras, además.
Me muero por escucharme llamar "romántica Bijou", aunque sepa que es como le dice a ella, a la otra.
Una noche de dos lunas podría cerrar mi novela de Martin Amis, tapar la botella de vino, desconectarme del mp3 para quedarme escuchando sus historias, sólo él. Siempre que se decida a hablar. En todo caso me quedaría mirándolo.
Nada le pediría. Soportaría todo, hasta su cigarrillo. Ni una carta, ni siquiera una llamada por teléfono. Me conformaría con que me hiciera creer que podría venir a buscarme, o quizás hasta llevarme a alguna parte, a cualquier parte.
Ay, Corto Maltese, estoy convencida de que existís.

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miércoles, abril 04, 2007

Entre nieblas

El bar está entre el Museo de Historia Natural y la Universidad, del otro lado del río. Las mesas redondas ocupan una esquina amplia. El primer día había viento, un viento desubicado, tan lejos del mar. Me senté en una de las pocas mesas libres, en el rincón, contra el murito. Tenía que hacer tiempo, me venía bien que estuviera lleno de gente pedigüeña y que el mozo fuera lento y hasta distraído. Saqué un libro acaso de mi bolso y lo apoyé entre los platos sucios del cliente anterior. Su presencia, la del libro, me hacía sentir menos sola. Era un bar de estudiantes, algunos italianos, varios erasmus, reconocí ingleses y alemanes. El viento me traía palabras sueltas: italiener, teacher, esame, il conto, book, caffè.

Antes de ordenar los vi llegar. Caminaban juntos, casi pegados. Él le hacía señas, le preguntaba, imagino, si prefería adentro o afuera. Luego le indicó la mesa al lado de la mía, al sol, el primero de esta primavera haragana. Ella sonrío, él la dejó pasar y se me acercaron. Apenas ella se adelantó, él se quedó mirándola andar con sus jeans ajustados. Ya en la mesa, ella se detuvo y él vino a preguntarme si podía tomar una de mis sillas. Me sonrió y mirándome a los ojos me habló con una voz gruesa y lenta, desbordante de vocales abiertas. No sé que dijo. Habrá dicho: Scusi, posso prendere una sedia? Le respondí que sí a la silla, pero bien podría haberle dicho que sí a lo que fuera. Era alto y chueco, morocho, con algunas canas y dientes blancos. Giró la silla hacia ella y esperó que se sentara. Luego puso la suya al costado, no enfrente como es costumbre. Estábamos muy cerca.

Abrí "Niebla", de Unamuno, e hice como si leyera.
Se me suele contagiar lo que hay en el aire: los herpes, los resfriados, la mala onda y hasta la tristeza. Con la literatura soy peligrosa, por eso evito los libros policiales que me hacen ver asesinos en cada esquina. No es de extrañar, entonces, que por aquellos días estuviera unamuniana, que se me hubiera dado por creer que la vida era un teatro, la palabra un misterio y mi misión descubrir su intrincado significado.

Los tres pedimos lo mismo: ñoquis de verdura con formaggio verde. Más tarde él pediría de segundo plato una ensalada enorme con de todo un poco y de postre una torta de chocolate. Siempre me cayeron bien los hombres flacos y comilones. Siempre me gustó mirarlos devorar unas porciones rebosantes, mandar un tenedorazo tras otro sin ningún embarazo, sabiéndose privilegiados. Mientras, deseaba no tener que llevarme uno así a mi casa. No soportaría cocinar cuatro churrascos en lugar de dos, ni quedarme haciendo tiempo para comer el postre, mucho menos que alguien se terminara mi pastel en una tarde. Ella también bromeó sobre su barriga sin fondo. Cuando hablaba metía los dedos entre sus rulos pelirrojos. Tenía una camisa negra con un botón desprendido de más, para que al moverse, cuando reía tirando la cabeza hacia atrás, apareciera un soutien de encaje.
Miraron de reojo las mesas pululantes de estudiantes, hicieron comentarios irónicos sobre la ropa de marca, el esmero excesivo en esa ciudad benpensante y se pusieron a recordar su propia, y tal vez lejana, vida de estudiantes. Cada uno en una ciudad distinta, una italiana y otra extranjera, pero igualmente desprolijas. Se hacían preguntas, se escuchaban y reían. En un momento ella quiso saber por qué ese día, por qué justo ese día había decidido contarle toda su vida, por qué en el viaje y por qué de golpe, tan de sopetón. Él respondió algo confuso, no entendí, como que ella era diferente a las demás personas, no sé a cuáles, se quedó pensando, sonrió y no dio más explicaciones.
Ninguno de los dos notaba mi intromisión. No advertían nada. Estaban concentrados en sí mismos y tal vez, en el otro. Ella se torcía para mirarlo a los ojos, él estaba de lado. Sin embargo hubo un momento en que se atrevió a mirarla. En ese instante, desde mi distancia, hubiera jurado que la amaba. Un segundo después ya había girado la cabeza, como si tuviera miedo. Quizás me confundí, el sol encandilaba. A veces se quedaban callados, con uno de esos silencios tranquilos, el de los viejos compinches.

El segundo día que los encontré llovía a mares y yo iba por la página 165, la que dice "Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola o qué es? Todo esto que me pasa y les pasa a los que me rodean ¿es realidad o es ficción? ¿No es acaso todo esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá en cuanto Él despierte, y por eso le rezamos y elevamos a Él cánticos e himnos, para adormecerle, para acunar su sueño?"
Estaba en la barra, ya por el café. Ella entró con una pollera de seda gris mojada que se le adhería a la entrepierna. Se cubría los hombros con un tapado de paño largo hasta el suelo, abierto. Los zapatos de gamuza estaban empapados y el paraguas medio roto. Iba cargadísima, entre una cartera enorme de cuero, un morral repleto de libros, el celular que llevaba en una mano y el parguas en la otra. Al pasar por el costado casi me tira del taburete. Soltó todo, incluso el celular, para atajarme. La ayudé a recoger las cosas y pude olerla: vainilla. Se sentó en la última mesa, mirando hacia la puerta. Sin pudor alguno, lo esperaría. Él demoraba, temí que no llegara. Ella no, se arregló la horquilla, se pintó los labios reflejándose en el vidrio de la ventana y cada tanto tomaba apuntes de un libro. Yo me pedí un segundo café. Al fin, cuando garuaba apenas, entró. Caminaba quitándose la gabardina y pidiéndole disculpas por el tráfico. Y ella en lugar de saludarlo comenzó a hacerle unas preguntas que tenía en unas fotocopias. Él se concentraba y cuando al final respondía, ella se reía porque la respuesta era equivocada. Esta vez él se sentó en la silla que estaba enfrente, pero apoyó la espalda en la pared y de nuevo quedó de costado. Ya era tarde para almorzar, se conformaron con unas pizas recalentadas que fueron a elegirse al mostrador.
Los veía observar a la gente del otro lado de la ventana, pasarse las fotocopias, como si esta vez tuvieran menos cosas para decirse. No podía oirlos. Quería acercarme, saber de qué hablarían, porque en algún momento tendrían que decirse algo. Resolví ir hacia el frigorífico, justo detrás del respaldo de ella. Me quedé como indecisa entre el cono de crema y el de guinda. Él hablaba de un viaje a Roma, movía las manos, de dedos largos. Tenía una alianza de oro. Ella también tenía una alianza, pero de oro blanco, más grande.
Al rato se fueron, los vi atravesar la puerta y meterse debajo del paraguas con las varillas rotas. Iban juntos, rozándose apenas.

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The WeatherPixie