viernes, junio 16, 2006

Nico.

(Catarsis de fantasmas. Primera entrega.)
Lo soñé ayer, y hoy de nuevo. Me habitué a la visita nocturna de los fantasmas del pasado. Si nos despertamos juntos me basta su mirada adormilada para volver a nuestro presente que sin duda prefiero. Cuando me despierto antes o después, sola, el tiempo se me confunde. Me levanto mareada porque dentro mis sentimientos están intactos. No pasaron los años, no se me escurrió el corazón. Me ducho acordándome. Desayuno con la mirada perdida. Lleva un rato despedirse del fantasma de turno. Me abondona cuando me estoy lavando los dientes, unos minutos antes de abrir la puerta. Sólo cuando el espejo me devuelve mis arrugas, mi pelo más corto, mi vista se desnubla, mis manos recobran fuerza.

Lo conocí cuando tenía quince años. Un grupo de la clase, ya amigos íntimos, unas personas especiales, sanas, sinceras, se abrieron a mis excentricidades y a las de A. A me ganaba. Tenía un novio, que nunca quiso compartir más de un saludo con nosotros, que le usaba los pantalones stretch. Quizás fue el primer punk de la ciudad, se pintaba los ojos y tenía el pelo más largo y más peinado que el de ella. Cuando la venía a buscar, los mirábamos irse sin saber de que lado iba la chica. Con la misma naturalidad que nos describía el almuerzo, Ana nos relataba sus aventuras sexuales. Recuerdo la comparación que usó para explicarnos el sexo anal, el preferido de éste chico confundido, es como cagar pero el revés, el sorete en vez de salir entra.
Ese año habíamos pasado un susto. Resultó que M estaba embarazada, virgen. Tenía una barriga que le crecía y ninguna menstruación. Mi teoría era que había tenído relaciones una noche de borrachera y no lo recordaba. Sin embargo, era virgen también de alcoholes. El niño era un quiste del tamaño de un feto de seis meses que le quitaron sin mayores complicaciones.
El día después que terminaron las clases nos fuimos todos a una casa en la costa. Pasábamos tirados en la playa, pegoteados. L se bronceó con la mano de T marcada en la espalda y un pedazo de pierna de R. De noche dormíamos apretados, con los colchones tirados junto a la estufa a leña. Nico, el del sueño, tocaba la guitarra hasta quedar acalambrado. Después poníamos un cassette en un grabador a pilas y nos peleábamos. Éramos muy distintos, por eso nos entreteníamos tanto juntos. Una noche en la calle encontramos a un ex novio que me andaba buscando, dado vuelta de drogas y alcohol, armó un escándalo y le dejó un ojo negro a Nico cuando salió a defenderme como un Don Quijote a Dulcinea, armado de su flacura.
Hacíamos unas comidas horribles, cuyo sabor olvidábamos fumando porros. Al segundo o tercer día me salió un herpes. Como no tenía Zovirac, ni plata para comprarlo, era lógico que volviera a casa. La idea de separarme de ellos me dolía más que el alien que se iba instalando en mi boca. Al final de la estadía, cuando mi madre me vio llegar, me agarró de un brazo y me llevó en taxi a la urgencia del Casmu. Era un monstruo feliz.

En quinto año todos elegimos liceos distintos. Nos veíamos un poco menos. Nico y yo seguíamos pasando las tardes revolcados, mirando el techo, riendo, charloteando sin parar. ¿De qué hablaríamos? Tenía las manos suaves, las uñas largas, le gustaba tocarme el pelo. El suyo era enrulado, despeinado. Cuando sonreía se le desplazaban la nariz y los ojos y era pura boca, blanca, mojada. Tenía algunos granos de la pubertad que con un resoplido accedía a que se los apretara sin piedad. Nos escribíamos cartas, nos copiábamos poemas y hacíamos regalos. Todavía me acompañan unas caravanas que me dio, aunque jamás he vuelto a usar. Las habíamos visto juntos, y me habían encandilado. Nico ahorró dinero durante meses, hasta que consiguió traérmelas.
Se había empecinado en enseñarme a cantar, el oído se educa, decía. Algunas semanas después, frustrado, tuvo que admitir que el mío era un caso perdido, era su primera renuncia. Cuando no lo veía lo extrañaba como loca. La gente pensaba que éramos novios, y tal vez lo éramos, si es que los novios no se besan. Él, que quizás era la persona que más me conocía en el mundo, sostenía que no sabía elegirme las parejas, que siempre me dejaba seducir por personas superficiales, de una belleza sólo física, y que lo hacía porque en el fondo tenía miedo de enamorarme. Un día apareció diciendo que tenía un amigo de la infancia que era idéntico a mí, que tenía todo lo que yo necesitaba y que además era guapísimo, visto que para mí era tan importante. Camilo. Un par de veces lo hizo llamarme, tenía una linda voz y decía un montón de pavadas. Nico incluso nos organizó un encuentro que falló, no recuerdo el porqué. En sus cumpleaños yo llegaba cuando Camilo ya se había ido, o viceversa. Tiempo después su amigo lo presionó para conocerme. Ese día Nico nos confesó, en sesiones separadas, que había cambiado idea, se moría de celos. Se había dado cuenta de algo que ya me habían hecho notar, todas sus novias se me parecían y le duraban el tiempo que tardaba en advertir las diferencias.

Empecé la universidad en primavera por un paro, o un desajuste burocrático. El edificio estaba cerca de la rambla, donde hacíamos tiempo mientras designaban a un docente de Semiótica o Teoría de la comunicación. Un atardecer ventoso me enamoré de un rubio que reía en una esquina. Al tiempo el rubio hizo de cuenta de esperar el 113, subimos juntos y agarrado de la baranda, en una curva, me invitó a un concierto jazz. Era un viernes. En la escalera de la Alliance Française discutimos de literatura y quedamos en intercambiar libros. Algunos días después nos besábamos en el diván de mi casa. Era una cama de una plaza que mi madre había tapizado y cubierto de almohadones de colores. En frente había un baúl con una tele que no funcionaba y un mueble negro comido por las polillas, adornado con reliquias de la feria de Tristán Narvaja.
No recuerdo como se lo conté a Nico, quizás no fui yo. Nos veo tirados en el pasto de mi edificio, él con su guitarra, riendo a carcajadas porque resultó ser que el rubio era su amigo, el que me quería presentar.

Los tres estábamos convencidos de la fuerza del destino. A veces a ellos dos se les notaban los celos, pero ninguno decía nada. Mientras, evitábamos un encuentro de más de dos. Una tarde (¿había siempre sol cuando estaba Nico o es sólo mi memoria?) después de dormir una siesta en el mismo diván, nos besamos. Los besos habían esperado tanto que eran demasiado violentos, con una profundidad que lastimaba. Asustados lloramos. Nico se levantó de golpe y se fue reventando la puerta.
Lo volví a ver al rato, o al otro día muy temprano. Tenía los ojos rojos, ojeras, con la voz cortada decía que tenía venticuatro horas de tiempo para contarle todo a Camilo. Un ultimátum. Como en una película de espionaje. Pasaron las venticuatro horas y se lo contó él. Supe del diálogo fatídico por Camilo, cuando tocó timbre y me dijo tengo que hablarte. Nos sentamos en la cama de mi cuarto y muy serio me explicó que Nico, él y yo constituíamos un triángulo que necesitaba romperse en alguno de sus vértices. Se me han grabado sus palabras, esa comparación tan angulosa. Ellos habían decidido que iban a seguir siendo amigos, como toda la vida. Así que yo tenía que elegir. Uno de los dos iba a quedar afuera y no tendría que verme nunca más. (Una lástima que en esa época ninguno de los tres conociéramos Jules y Jim, todo hubiera sido más leve.) Camilo me miraba con una severidad implacable. Yo a veces sonreía, porque su cara grave y la reunión de ellos dos me resultaba un tanto ridícula, pero en seguida me retaba y yo volvía a ponerme rígida. En ese momento consideraba imposible separarme de ese rubio que me hacía erizar la piel, enviado del destino para rescatarme de la reticencia al amor, y al mismo tiempo no podía considerar mi existencia sin mi amigo del alma. Supongo que en el fondo mi espíritu romántico, egocéntrico, disfrutaba de ser la heroína sin contienda de éstos dos ejemplares. Además, influenciada por la literatura surrealista, creía yo que los sentimientos no se podían gobernar, había que dejarlos fluir. No funcionaría, la razón no puede más, pensaba mientras argumentaba en vano. Respondí, con miedo de perderlo, que no elegiría nada. Pero los dos, que me conocían, ya habían calculado mi respuesta y fue así que supe la decisión que habían tomado: yo no volvería a ver a Nico. Nunca más.
La mañana siguiente lo primero que hice fue llamarlo. Me contestaron que él no quería hablar conmigo, de repente se habían vuelto todos antipáticos. Fui a verlo. Vivía en Malvín, en uno de los rincones más encantadores de la ciudad. No me abrió la puerta de su casa de hiedras, donde coleccionaba arañas disecadas. Un día lo esperé sentada en el murito de enfrente. Y él pasó de largo, sin mirarme, sin hablarme. Más adelante, cuando lo encontraba por casualidad, me daba vuelta la cara y se iba. Los amigos que teníamos en común consideraban injustos mis intentos de verlo y no intercedieron.

Pasaron los años, Camilo y yo nos separamos. Cuando me cansé de lavar pañuelos llenos de mocos, convencida que nunca más tendría sexo entre apacible y apasionado, ni que nadie más me querría, decidí recuperar lo que había perdido. Intenté contactar a Nico. Le había crecido la barba sin conseguir llevarse del todo su aire de eterno adolescente, y también la espalda a fuerza de nadar en la playa. Le propuse algo inocente como un café y obtuve una negativa rotunda, simple como un monosílabo.
La última vez que lo encontré tenía una compañera mucho más linda que yo. Su hija era idéntica a él, los mismos ojos devoradores de mundo, las pestañas curvas, la sonrisa invasora. No me miró siquiera, no me preguntó nada, tampoco sonrió cuando lo felicité por esa niña maravillosa. Me quedé un rato, agachada junto a la niña, mirándolos, esperando, sin embargo su decisión, diez años después, era irrevocable.

Debemos de ser empecinados los dos. Han pasado otro montón de años mudos y ésta mañana me desperté con la misma sensación de amistoso amor adolescente, con el mismo arrepentimiento, con el mismo dolor, con las mismas ganas de abrazarlo, finalmente, desnudo.
Pero ya es casi mediodía y todo está volviendo a la normalidad. Estoy de vacaciones obligadas, tengo toda la tarde para terminar de leer las aventuras de Yolanda en la edición original de Salgari, donde piratas verdaderos luchan por su honor.
The WeatherPixie