martes, junio 27, 2006

La liberación femenina.

Sobre el mantel planchado hay una cafetera humeante. Un frasco lleno de mermelada casera de cerezas. El queso crema, las tostadas. Dos tazas. Mi gato me maulla desde el punto más alto del aparador. No soporta que me demore para desayunar, tenemos que estar juntos, sólo así puede bostezar y dormirse a la sombra de mi eurofibácea natalicia, ya descolorida.

Despido a C. en el zaguán. Me pongo unos pantalones ridículos rosados y una musculosa descuajeringada, me agarro las mechas con un pañuelo. Prendo el equipo con un cd de los Modena City Ramblers (a veces me vienen ataques de patriotismo partisano). Abro todas las ventanas, me armo de plumero, trapo y balde. Al rato me aburro.

Me ducho con un jabón líquido al gusto de durazno. Me visto con lo primero que sale del armario. Prendo el auto y voy a hacer mandados con el pelo mojado. Compro quesos sardos y toscanos, helado de limón, un ananá, cervezas alemanas, agua de rosas. Ya en casa preparo una ensalada de arroz para la noche. Lavo los hongos frescos, huelen a bosque. Almuerzo con la radio, cuentan las últimas muestras de arte de Londres, aconsejan películas proyectadas en ciudades lejanas, obras de teatro en urbes abarrotadas.
Cuelgo la ropa limpia que me devulve la lavadora. Voy a la máquina de coser. Hace mucho convencí a C. de compar una camisa XXXL, preciosa y rebajadísima, es una pavada achicarla, le dije. La observé un rato, sé que llegará el día en el que entenderé su mecanismo.
Voy al sillón con un libro y un par de revistas. No tengo ganas de leer, necesito hacer algo que me cale en mi rol. Busco una novela en el satélite. Encuentro una en español, tiene pinta de venezolana. Hay una hacendada enamorada del capataz, Santos Torrealba, un macho mujeriego. Un amor imposible, al parecer por diferencia de clase. Hay también una bruja mala y una buena, un cura buen mozo, prostitutas, violadores y asesinos. Qué maravilla de novela, pensar que yo me había quedado en la empleada que se enamora del patrón. Cambio para ver fútbol. Va ganando quién no quiero, maldición.

Salgo. Cruzo la calle y entro en la biblioteca. S. me consiguió otro libro de Salgari, unos ensayos de Jung que necesitaba y un par de películas viejas en dvd para copiar. Aprovecho para navegar un poco gratis. Las lentas computadoras están en la sala de la poesía, a mis espaldas tengo el estante con los autores que empiezan por la e. Mientras se abre el blog de los warren busco la poesía de T.S. Eliot sobre los nombres de los gatos.

Vuelvo al sillón de mi casa, ésta vez con el ventilador y Salgari. Es una mala edición para niños, le modernizaron la lengua, dice "spagnoli" en lugar de "spagnuoli", los piratas de la "Tortuga" en lugar de la "Tortue". Nada que criticar a las ilustraciones, el Corsario Negro está guapísimo. Pienso en las similitudes entre la escritura de Salgari y la de Marcel Allain y Pierre Souvestre, los creadores de "Fantomas". La literatura de fines del siglo XIX y principios del XX por entregas, popular, de aventuras y misterio me fascina al mismo tiempo que me aburre. Abundan de personajes de una sola pieza y explicaciones inútlies, incongruencias y fantasía. Hay algo de inocente que es una delicia.
En la página 22 encuentro una afortunada saturación de políticamente incorrecto, todo en un sólo parágrafo.
Resulta que los piratas van a visitar a un negro que vive "bajo un gran árbol de zapallo que sombrea casi siempre las chozas de los indios". El negro es un encantador de serpientes (?). El negro por un buen rato no tiene nombre, es "el negro", y sólo después "Moko". "Su rostro, aunque tuviera los labios gruesos, la nariz aplastada y los pómulos salientes, no era feo; es más, tenía algo de bueno, de ingenuo, de infantil, sin la mínima huella de esa expresión feroz que se encuentra en muchas razas africanas."
Todas las razas exóticas en una única persona tonta, infantil, poco desarrollada. Más adelante "el negro" será tan bueno y fiel a su patrón blanco que casi casi se gana el abrazo del pirata que "nunca tocó una raza roja, negra o amarilla".
Salgari en su vida por un tiempo desapareció, quiso hacer creer que sus aventuras eran autobiográficas, después se descubrió que pasó encerrado en bibliotecas. Se le nota, su relato tiene un dejo a herbario, a manual de zootecnia, como me hubiera gustado leerlo de chica.

Cuando llega C. nos ponemos a prepar pesto fresco. C. corta con precisión las hojas de nuestras plantas de albahaca para que vuelvan a crecer. Rallo queso pecorino. Quién sabe por qué si el pesto es genovés se hace con pecorino romano. Le pregunto a C. y me responde que es uno de los tantos oxímoron culinarios, como la milanesa napolitana que se come en los bares montevideanos. Piñones, aceite de oliva. Pongo el pesto en un frasco y lambeteo la raspa del bol antes de lavarlo.
C. me devulve mi celular, se lo había prestado porque el suyo falleció. Dice que el contestador tiene varias llamadas de un tipo. Las escucho. Es el gerente de una empresa. El día anterior le cancelé una entrevista de trabajo, como si fuera millonaria. Raro que llame, Cosmopolitan dice que nunca hay que cancelar una primera entrevista de trabajo, pensé que funcionaría.
Mientras cenamos imagino que llamo a éste señor tan importante para pedirle que por favor no me importune, que no pienso poner pie en su multinacional. No, no, no tengo otro trabajo, es que me gusta sobrevivir con contratitos estatales haciendo de cuenta que enseño algo, escribir ensayos que no me pagan, quedarme en casa pensando que les pasaría por la mente a las femenistas cuando se les ocurrió liberarnos.

jueves, junio 22, 2006

Enredos de redes.

Mi último post tuvo consecuencias inesperadas. Ataques de vergüenza ajena. Elogios. Pedidos de explicaciones. Una amiga del alma me llamó de larga distancia, de madrugada, queriendo saber quién era el fantasma. Había en su voz un ligero reproche retroactivo que me devolvió a la cama con una sonrisa. Y yo que pensaba que ninguno de mis amigos leía Guano.

Un día de éstos voy a seguir con la catarsis, en capítulos interminables, como Beautiful.

Rodrigo Coll contó en su blog que de reciente le publicaron un cuento. Accedió, disponible como siempre, a mi súplica de mandarme una copia. Ulan Bator está construído con una maestría ejemplar desde ese momento especial que es el post coitum, omnia anima triste, como cita T., uno de sus personajes.
El cuento me gustó mucho. Lo raro es que estaba leyendo el cuento de alguien que de algún modo conocía. Entonces me quedé pensando si tendrá razón Jh cuando dice que no se conoce a nadie si no se comparte un vaso de vino, una mesa en un café, un paseo de noche. Creo que Jh sí tiene razón y al mismo tiempo no la tiene. ¿Será que se necesita un neologismo?

También Ludmi, casi la única bloguera que tiene para mí una existencia orgánica, decía hace poco:
El amigo está cerca. El amigo es cerca. La distancia no está. Se mantiene escondida. Escondida y retraída, a veces. Escondida y agazapada, otras veces.
Hasta con ella, que es una de las personas que más cerca siento en el mundo, me parece de conocerla distinto desde esta cosa rara que es la red.

Aliviaría mi desasosiego escucharme decir que soy normal. Que no tiene nada de raro disfrutar los comentarios de tanto desconocido. Ni ir como una carnívora a leerme lo que han escrito. Ni emocionarme cuando viene alguien nuevo. Ni ponerme furiosa cuando alguien ya no viene más o nunca vino o se calla.
Saber al menos que no soy la única loca.

viernes, junio 16, 2006

Nico.

(Catarsis de fantasmas. Primera entrega.)
Lo soñé ayer, y hoy de nuevo. Me habitué a la visita nocturna de los fantasmas del pasado. Si nos despertamos juntos me basta su mirada adormilada para volver a nuestro presente que sin duda prefiero. Cuando me despierto antes o después, sola, el tiempo se me confunde. Me levanto mareada porque dentro mis sentimientos están intactos. No pasaron los años, no se me escurrió el corazón. Me ducho acordándome. Desayuno con la mirada perdida. Lleva un rato despedirse del fantasma de turno. Me abondona cuando me estoy lavando los dientes, unos minutos antes de abrir la puerta. Sólo cuando el espejo me devuelve mis arrugas, mi pelo más corto, mi vista se desnubla, mis manos recobran fuerza.

Lo conocí cuando tenía quince años. Un grupo de la clase, ya amigos íntimos, unas personas especiales, sanas, sinceras, se abrieron a mis excentricidades y a las de A. A me ganaba. Tenía un novio, que nunca quiso compartir más de un saludo con nosotros, que le usaba los pantalones stretch. Quizás fue el primer punk de la ciudad, se pintaba los ojos y tenía el pelo más largo y más peinado que el de ella. Cuando la venía a buscar, los mirábamos irse sin saber de que lado iba la chica. Con la misma naturalidad que nos describía el almuerzo, Ana nos relataba sus aventuras sexuales. Recuerdo la comparación que usó para explicarnos el sexo anal, el preferido de éste chico confundido, es como cagar pero el revés, el sorete en vez de salir entra.
Ese año habíamos pasado un susto. Resultó que M estaba embarazada, virgen. Tenía una barriga que le crecía y ninguna menstruación. Mi teoría era que había tenído relaciones una noche de borrachera y no lo recordaba. Sin embargo, era virgen también de alcoholes. El niño era un quiste del tamaño de un feto de seis meses que le quitaron sin mayores complicaciones.
El día después que terminaron las clases nos fuimos todos a una casa en la costa. Pasábamos tirados en la playa, pegoteados. L se bronceó con la mano de T marcada en la espalda y un pedazo de pierna de R. De noche dormíamos apretados, con los colchones tirados junto a la estufa a leña. Nico, el del sueño, tocaba la guitarra hasta quedar acalambrado. Después poníamos un cassette en un grabador a pilas y nos peleábamos. Éramos muy distintos, por eso nos entreteníamos tanto juntos. Una noche en la calle encontramos a un ex novio que me andaba buscando, dado vuelta de drogas y alcohol, armó un escándalo y le dejó un ojo negro a Nico cuando salió a defenderme como un Don Quijote a Dulcinea, armado de su flacura.
Hacíamos unas comidas horribles, cuyo sabor olvidábamos fumando porros. Al segundo o tercer día me salió un herpes. Como no tenía Zovirac, ni plata para comprarlo, era lógico que volviera a casa. La idea de separarme de ellos me dolía más que el alien que se iba instalando en mi boca. Al final de la estadía, cuando mi madre me vio llegar, me agarró de un brazo y me llevó en taxi a la urgencia del Casmu. Era un monstruo feliz.

En quinto año todos elegimos liceos distintos. Nos veíamos un poco menos. Nico y yo seguíamos pasando las tardes revolcados, mirando el techo, riendo, charloteando sin parar. ¿De qué hablaríamos? Tenía las manos suaves, las uñas largas, le gustaba tocarme el pelo. El suyo era enrulado, despeinado. Cuando sonreía se le desplazaban la nariz y los ojos y era pura boca, blanca, mojada. Tenía algunos granos de la pubertad que con un resoplido accedía a que se los apretara sin piedad. Nos escribíamos cartas, nos copiábamos poemas y hacíamos regalos. Todavía me acompañan unas caravanas que me dio, aunque jamás he vuelto a usar. Las habíamos visto juntos, y me habían encandilado. Nico ahorró dinero durante meses, hasta que consiguió traérmelas.
Se había empecinado en enseñarme a cantar, el oído se educa, decía. Algunas semanas después, frustrado, tuvo que admitir que el mío era un caso perdido, era su primera renuncia. Cuando no lo veía lo extrañaba como loca. La gente pensaba que éramos novios, y tal vez lo éramos, si es que los novios no se besan. Él, que quizás era la persona que más me conocía en el mundo, sostenía que no sabía elegirme las parejas, que siempre me dejaba seducir por personas superficiales, de una belleza sólo física, y que lo hacía porque en el fondo tenía miedo de enamorarme. Un día apareció diciendo que tenía un amigo de la infancia que era idéntico a mí, que tenía todo lo que yo necesitaba y que además era guapísimo, visto que para mí era tan importante. Camilo. Un par de veces lo hizo llamarme, tenía una linda voz y decía un montón de pavadas. Nico incluso nos organizó un encuentro que falló, no recuerdo el porqué. En sus cumpleaños yo llegaba cuando Camilo ya se había ido, o viceversa. Tiempo después su amigo lo presionó para conocerme. Ese día Nico nos confesó, en sesiones separadas, que había cambiado idea, se moría de celos. Se había dado cuenta de algo que ya me habían hecho notar, todas sus novias se me parecían y le duraban el tiempo que tardaba en advertir las diferencias.

Empecé la universidad en primavera por un paro, o un desajuste burocrático. El edificio estaba cerca de la rambla, donde hacíamos tiempo mientras designaban a un docente de Semiótica o Teoría de la comunicación. Un atardecer ventoso me enamoré de un rubio que reía en una esquina. Al tiempo el rubio hizo de cuenta de esperar el 113, subimos juntos y agarrado de la baranda, en una curva, me invitó a un concierto jazz. Era un viernes. En la escalera de la Alliance Française discutimos de literatura y quedamos en intercambiar libros. Algunos días después nos besábamos en el diván de mi casa. Era una cama de una plaza que mi madre había tapizado y cubierto de almohadones de colores. En frente había un baúl con una tele que no funcionaba y un mueble negro comido por las polillas, adornado con reliquias de la feria de Tristán Narvaja.
No recuerdo como se lo conté a Nico, quizás no fui yo. Nos veo tirados en el pasto de mi edificio, él con su guitarra, riendo a carcajadas porque resultó ser que el rubio era su amigo, el que me quería presentar.

Los tres estábamos convencidos de la fuerza del destino. A veces a ellos dos se les notaban los celos, pero ninguno decía nada. Mientras, evitábamos un encuentro de más de dos. Una tarde (¿había siempre sol cuando estaba Nico o es sólo mi memoria?) después de dormir una siesta en el mismo diván, nos besamos. Los besos habían esperado tanto que eran demasiado violentos, con una profundidad que lastimaba. Asustados lloramos. Nico se levantó de golpe y se fue reventando la puerta.
Lo volví a ver al rato, o al otro día muy temprano. Tenía los ojos rojos, ojeras, con la voz cortada decía que tenía venticuatro horas de tiempo para contarle todo a Camilo. Un ultimátum. Como en una película de espionaje. Pasaron las venticuatro horas y se lo contó él. Supe del diálogo fatídico por Camilo, cuando tocó timbre y me dijo tengo que hablarte. Nos sentamos en la cama de mi cuarto y muy serio me explicó que Nico, él y yo constituíamos un triángulo que necesitaba romperse en alguno de sus vértices. Se me han grabado sus palabras, esa comparación tan angulosa. Ellos habían decidido que iban a seguir siendo amigos, como toda la vida. Así que yo tenía que elegir. Uno de los dos iba a quedar afuera y no tendría que verme nunca más. (Una lástima que en esa época ninguno de los tres conociéramos Jules y Jim, todo hubiera sido más leve.) Camilo me miraba con una severidad implacable. Yo a veces sonreía, porque su cara grave y la reunión de ellos dos me resultaba un tanto ridícula, pero en seguida me retaba y yo volvía a ponerme rígida. En ese momento consideraba imposible separarme de ese rubio que me hacía erizar la piel, enviado del destino para rescatarme de la reticencia al amor, y al mismo tiempo no podía considerar mi existencia sin mi amigo del alma. Supongo que en el fondo mi espíritu romántico, egocéntrico, disfrutaba de ser la heroína sin contienda de éstos dos ejemplares. Además, influenciada por la literatura surrealista, creía yo que los sentimientos no se podían gobernar, había que dejarlos fluir. No funcionaría, la razón no puede más, pensaba mientras argumentaba en vano. Respondí, con miedo de perderlo, que no elegiría nada. Pero los dos, que me conocían, ya habían calculado mi respuesta y fue así que supe la decisión que habían tomado: yo no volvería a ver a Nico. Nunca más.
La mañana siguiente lo primero que hice fue llamarlo. Me contestaron que él no quería hablar conmigo, de repente se habían vuelto todos antipáticos. Fui a verlo. Vivía en Malvín, en uno de los rincones más encantadores de la ciudad. No me abrió la puerta de su casa de hiedras, donde coleccionaba arañas disecadas. Un día lo esperé sentada en el murito de enfrente. Y él pasó de largo, sin mirarme, sin hablarme. Más adelante, cuando lo encontraba por casualidad, me daba vuelta la cara y se iba. Los amigos que teníamos en común consideraban injustos mis intentos de verlo y no intercedieron.

Pasaron los años, Camilo y yo nos separamos. Cuando me cansé de lavar pañuelos llenos de mocos, convencida que nunca más tendría sexo entre apacible y apasionado, ni que nadie más me querría, decidí recuperar lo que había perdido. Intenté contactar a Nico. Le había crecido la barba sin conseguir llevarse del todo su aire de eterno adolescente, y también la espalda a fuerza de nadar en la playa. Le propuse algo inocente como un café y obtuve una negativa rotunda, simple como un monosílabo.
La última vez que lo encontré tenía una compañera mucho más linda que yo. Su hija era idéntica a él, los mismos ojos devoradores de mundo, las pestañas curvas, la sonrisa invasora. No me miró siquiera, no me preguntó nada, tampoco sonrió cuando lo felicité por esa niña maravillosa. Me quedé un rato, agachada junto a la niña, mirándolos, esperando, sin embargo su decisión, diez años después, era irrevocable.

Debemos de ser empecinados los dos. Han pasado otro montón de años mudos y ésta mañana me desperté con la misma sensación de amistoso amor adolescente, con el mismo arrepentimiento, con el mismo dolor, con las mismas ganas de abrazarlo, finalmente, desnudo.
Pero ya es casi mediodía y todo está volviendo a la normalidad. Estoy de vacaciones obligadas, tengo toda la tarde para terminar de leer las aventuras de Yolanda en la edición original de Salgari, donde piratas verdaderos luchan por su honor.

domingo, junio 04, 2006

Felices son las perdices.

Confiesa Pessoa, en una de sus notas del mil novecientos y poco, que su felicidad incluye una novela policial acompañada de un cigarro y de "la idea de una taza de café".
Lo mismo necesitaba Onetti para ser feliz. Más o menos lo mismo. Si no recuerdo mal, en su lista sustituía el café con el whisky.
Decía Aristóteles que cada uno tiene la propia idea de felicidad. Un músico será feliz tocando, un actor actuando.
(Se note como éstos dos grandes posiblemente escribían para poder comprarse libros policiales).
Quizás en la Grecia Antigua la felicidad era de verdad algo más individual. Ahora nos venden una idea de felicidad que es de lo más democrática. La felicidad es un fenómeno de masas. Igual para todos. Nos dá felicidad el parque de diversiones, el auto nuevo, el jabón en polvo que blanquea. El éxito. Qué felicidad ser famoso.
Dicen que la felicidad de las mujeres es casarse, tener hijos, hacer carrera (se aconseja seguir el orden), no estar muy gordas, esconder las arrugas y las canas. Tenemos que tener un buen marido, si del mismo nivel intelectual y económico mejor, comprarnos la casa y el coche. ¿Qué más puedes pedir mujer?
Desde chiquitas nos controlan, quieren saber si vamos bien por el camino de la felicidad. "Ay nena, ¿cuándo vas a conseguirte un novio? Cuando las canas se asoman empiezan ¿Y cuando te casás? ¿Cuándo te vas a recibir? Y después que se comieron la torta de bodas ¿para cuándo vas encargar?
Si ejecutamos éstos puntos, nos queda siempre un margen de libertad. Nadie nos va a exigir un hijo varón o la carrera de arquitectura. Pero sí el hijo y sí la carrera.
Esta entidad, este Gran Hermano, lo encontramos en todas las instituciones, desde la familia y los amigos, hasta la tele y las leyes del gobierno.

En el fondo todos andamos por el mundo buscando la felicidad. La felicidad, un tema que sin no lleva la firma de Nietzsche es de una cursilería insoportable, me aqueja todos los años cerca de mi cumpleaños. En cada aniversario largas meditaciones me llevan a una conclusión que al año siguiente se demuestra infructuosa, nacen nuevas reverberaciones y al final, más o menos por éstas fechas, una conclusión luminosa. Ah, me digo, ahora sí sabrás cómo lograrlo.

En esta primavera ventosa, mirá vos, me vengo a dar cuenta que aun sin miras de inventar jamás una Santa María o un Alberto Caeiro (¿después de todo para qué?) también mi felicidad tiene que ver con leer novelas policiales.
Mi receta tiene algunas particularidades. Necesito un libro (Pessoa o Onetti son perfectos), una taza de té perfumado y caro, una ventana con tiempo feo y plantas verdes. El orgasmo de la felicidad es no tener cosas pendientes: la casa limpia, el trabajo al día, ninguna cita.
Claro, hay otras cosas que me hacen feliz: la buena compañía, una copa de Chianti, una peli de Hitchcock. Ahora que lo pienso creo que tendría que iniciar un nuevo álbum de fotografías, quizás con fotocopias de cubiertas de dvd.

Encontré la solución. Hay que trabajar el mínimo imprescindible para no alimentar el sistema. Desde el punto de vista material se trata de sobrevivir. Un trabajo fácil, sin demasiadas responsabilidades y mucho, mucho tiempo libre para tirarse en el sillón a compartir las invenciones de otro, o sea, para ser feliz.



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