domingo, marzo 18, 2007

La perezosa. O, según el DRAE, la mamífera desdentada.

"La haraganería es, a su manera, una manifestación cuidada del espíritu", me contestó Rodrigo Coll cuando le explicaba las sinrazones de la ausencia de los blogs, del mío y del de los otros.
La verdad es que, al contrario de lo que cariñosamente me dijeron algunos, no estoy juntando energías para escribir nada especial.
Es sábado y siento como si les debiera una carta.

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Llegó una primavera loca. Los árboles están florecidos y yo ando mostrando pedazos de piel blanca sin pudor alguno. Dicen que el martes va a nevar. Me parece imposible. Mientras, paso las tardes patinando cuando tendría que prepar las clases. Cuando llego a casa me tiro a leer en tanto el temblor se calma y se me seca el sudor. La ducha de la tarde me da sueño. Se me ha dado por dormir a cualquier hora y soñar excentricidades.

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Me compré un mp3. Experimento la música que conviene a cada situación: la del ómnibus, la del tren, la que me desoxida las piernas sobre ruedas, la de limpiar, la de leer, la del paseo, la que me suplica quietud.

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Caminé por Sevilla durante siete días. Me llevó a Andalucía algo parecido a un trabajo con alguien que se parece a un compañero de trabajo. Una noche, después de ver un espectáculo de flamenco que casi nos hizo llorar, descubrimos un eclipse de luna. Nos quedamos petrificados con la cabeza hacia arriba en medio de la calle. Las otras parejas que por allí pasaban nos fueron copiando. Éramos un grupo de idiotas.
Hacía un montón de años que no tenía tanto rato a mi lado un hombre que no fuera el mío. Me reí de otras cosas, me vi en otros ojos. En algunos momentos intuí el peligro, sería el espíritu de Don Juan que se asomaba entre las rejas de los patios. A pesar del perfume a naranjas, el vapor del baño árabe, los mariscos y los versos de Bécquer, una especie de Doña Inés, pero mucho más sensata y más atea, ganó.

Ya de vuelta leí un libro imponente, que todos seguramente conocerán y que yo, prejuiciosa e ignorante, tenía abandonado en la biblioteca. (Mi desconfianza venía del título.) Son una pocas páginas, escritas por un jovencito apenas un par de años antes de morir. A la novela y al autor los amó Jean Cocteau: "El diablo en el cuerpo", de Raymond Radiguet. Un escándalo para la época, un libro de amor explícito en plena guerra, una poesía desesperada. Una madrugada, cuando los amantes tienen que despedirse, ella se ofrece para acompañarlo a casa. Cuando llegan al zaguán, él le dice que ahora será él a llevarla de vuelta. Y de nuevo en la puerta de ella, todo recomienza.

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Se murió el Darno. Benito escribió un post exquisito que resume lo que sentía, siento, hacia él y su música. Encuentro que esta cosa, que se nos vayan muriendo las personas que de algún modo nos acompañaron en la vida, es lo más similar a la vejez. A la soledad de la vejez.
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Por trabajo tuve que volver a leer Rayuela. La primera vez que la leí tenía 16 años. Recuerdo mi esfuerzo por entender las citas, por descubrir tanto nombre de desconocido. Julio Cortázar me fascinó, me enamoré perdidamente de él y de su literatura y fue tremendo descubir que ya se había muerto. Desde ese momento pasaron por mis manos muchas ediciones, las compraba y luego las prestaba, las regalaba o las perdía. Volví a Rayuela en otras épocas, ya más madura y crítica. Esta vez, además de redisfrutar con algunos pasajes, traté de entender a sus detractores. Me concentré, por ejemplo, en los momentos más cursis. Inútil. Sigo pensando, como cuando era adolescente, que es una novela revolucionaria, escrita como los dioses, divertida y que son justamente sus defectos a donarle cierta humanidad que la hacen entrañable. Me pregunto si entre tanta charlatanería, la relación entre lector y texo no será, lisa y llanamente, cuestión de empatías.

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