domingo, diciembre 31, 2006

Madrugada.

Algo me despertó en plena noche. La casa estaba silenciosa. La temperatura era agradable. Era el olor. Reconocí el aroma del café que había hecho por la tarde, las maderas orientales del perfumador de mi valija, nuestro sudor. Había otros, un cierto incienso, un detergente, unas galletas. La mezcla llegaba a mis narices en la oscuridad. Apenas me acostumbré comencé a ver. La pared estaba demasiado cerca, me faltaba la mesa de luz y me sobraba el pijama. Él dormía a mi lado. Como siempre lo apreté un poco para escucharlo respirar. Me levanté sin saber la hora, parecía temprano, tenía los ojos pegoteados. Cerré la puerta del cuarto y salí a la terraza. El viento era fresco, poco invernal. Muchas de las ventanas de los otros edificios estaban abiertas, como si todos se hubieran olvidado de bajar las persianas. Busqué arbolitos de Navidad, o al menos la luz de otro insomne. Inútil. La ciudad dormía, ignara de la fecha y de mi visita.

La primer noche en un lugar desconocido es siempre así. Necesito quedarme consciente para percibir el sitio. Es prepotencia. Me doy cuenta. Es falso creerme capaz de dominar el espacio a través de los sentidos. Sin embargo sucede, una y otra vez. Sólo así puedo confiar y entregarme el resto de las noches. Para sobrellevarlo, lo único que me resta es tratar de organizar mis viajes con un mínimo de dos noches por ciudad. Una para explorar y otra para descansar.
Lo mismo me pasaba con los hombres. Necesitaba un tiempo para reconocer el territorio. Recorrer las asperezas del cuerpo, los aromas, las zonas húmedas, los sonidos de adentro. Sin esa apariencia de conocimiento era imposible el abandono.
La ciudad y yo ya nos conocíamos, son años que nos estamos viendo. Con la casa era mi primera cita. Debo tener algo de gato.

Con la ventana de la terraza cerrada sólo se oía el ruido de la heladera. Puse a calentar agua para un té y me quedé mirando lo que había de uruguayo en esa cocina ajena. Vi el mate y el termo, una cajita de madera con sobrecitos de Condimento Verde Monte Cudine, un imán de Gardel y otro con un gaucho. Dejé la caldera en el fuego y como si hubiera un hilo invisible que me unía con todas las casas uruguayas del mundo, me puse a prender luces en búsqueda de otros rastros. Recorrí la casa divertida, sonriendo cada vez que me encontraba con un cd de Zitarrosa, Jaime Ross o Gardel, con la tapa de algún libro de Levrero o Galeano. Quedé ratos mirando unas fotos del Cabo Polonio tratando de recordar la ubicación del rancho.
Dejé la taza de té caliente en la mesa del comedor y entré en puntas de pie al dormitorio a buscar un saco de lana y mi libro. Acondicioné una silla con almohadones y me instalé frente al ventanal.
Al día siguiente conocería hijos y novios de amigas, charlaría y caminaría por unas calles mugrientas y alegres envuelta en mi bufanda. Compraría novelas, comería jamón serrano y tomaría cañas de pie en alguna barra. Sin embargo allí, en pantunflas, con mi té frutado, sabiéndolo dormido, mirando la noche y pasando las páginas de "I giorni dell'abbandono" de Elena Ferrante, deseé que el amanecer tardara.
The WeatherPixie