viernes, diciembre 30, 2005

La inocencia del padre

El pretexto de este post, con forma de respuesta divagada (¿cómo podría ser de otra manera?), es una de las cuestiones que Sigmur plantea en su post "Maestros molestos". Reflexionando sobre las necrológicas que de reciente en Uruguay se han dedicado a Homero Alsina Thevenet, dice entre otras cosas el inspirado Sigmur: "Qué haría más triste al maestro, ¿la alteración de sus enseñanzas o la inercia de sus epígonos? Se me ocurre que de las distintas respuestas puede surgir una pista acerca de la clase de figura de la que se habla, si restrictiva, rectora, marmórea o arriesgada, aventurera, ígnea."

La carta que Kafka le escribió al padre nunca llegó a destino. Eran más de 100 páginas, publicadas en parte después de su muerte, gracias al desobediente Max Brod. El niño obscuro, temeroso, que Kafka seguía siendo, analiza, recrimina con parsimonia, perdona, acusa sin piedad, intenta la reconciliación. Su felicidad depende de la aprobación del padre sofocante y omnipotente, malvado, que nunca llega.

En Múnich, por pocos pesos, me abrió la puerta de su casa perfumada de incienso, con una taza de té al mazapán en la mano, la hija de un nazista. No lo supe hasta la última noche, después de varias copas de delicioso vino. De haberlo sabido antes, alguien que conozco no hubiera pisado por nada al mundo el silencioso parquet de la sonriente señora. Al contrario, mi curiosidad morbosa, me habría visto capaz de llegar cargando una caja de Cabernet, para descorchar enseguida. Penetrar la mente de la hija del asesino. Poder charlar un rato más con la Historia.
Ella nunca dijo nazista. Dijo soldado de Hitler. Dijo lo que le robaron a Alemania. Dijo la injusticia de Alemania. Dijo bestias comunistas.
El padre asesino era la víctima, el verdugo era el resto del mundo. Un mundo fantástico nacía para salvar al padre héroe. Mi observación minuciosa no encontró ningún elemento a modo del Doppelgänger de Hoffmann. Reinaba una inquietante coherencia.



Estos padres los cargamos por toda la vida. Pero hay otros de los que es más fácil liberarse. El maestro. Como lo elegimos nosotros no tiene la culpa de nuestro nacimiento. Por eso, con él, la relación tiene que ser más pacífica. Más hermosa. Si es que podemos amarlo, hasta adorarlo, desearlo incluso, sin temerle a Edipo. Podemos matarlo. O si no nos atrevemos, flanquearlo con un padre nuevo, y otro y otro y otro más. Coleccionar padres como figuritas. Estos padres elegidos también nos provocan temor y es ahí donde caemos en la imitación o peor aún, en la inacción.
La diferencia más significativa con el primer padre es su inocencia.

Hay algunos gallardos que se declaran huérfanos. Cuando todos sabemos que un padre siempre hubo. Quizás duró un momento, el tiempo suficiente para hacernos sufrir, tormentándonos con sus exigencias, su conservadurismo, su perversidad, su inteligencia, su poder.

No importa el modo que se elija para honrarlo, si es atropellado, tímido, arrogante, calcado o genial. Y nada tiene esto que ver con el padre inocente. ¿O acaso Einstein es culpable de la bomba atómica? Y tampoco importa hipotizar el pensamiento del padre muerto, mudo, por fin. Lo que de verdad importa, es que aquéllos que lo tuvieron como padre, incluso si el rol duró apenas un instante, le dediquen una leve reverencia. Sin exagerar, alcanza con inclinar apenas la espalda. Porque salvo los criminales, todos los padres van honrados.
The WeatherPixie