domingo, junio 04, 2006

Felices son las perdices.

Confiesa Pessoa, en una de sus notas del mil novecientos y poco, que su felicidad incluye una novela policial acompañada de un cigarro y de "la idea de una taza de café".
Lo mismo necesitaba Onetti para ser feliz. Más o menos lo mismo. Si no recuerdo mal, en su lista sustituía el café con el whisky.
Decía Aristóteles que cada uno tiene la propia idea de felicidad. Un músico será feliz tocando, un actor actuando.
(Se note como éstos dos grandes posiblemente escribían para poder comprarse libros policiales).
Quizás en la Grecia Antigua la felicidad era de verdad algo más individual. Ahora nos venden una idea de felicidad que es de lo más democrática. La felicidad es un fenómeno de masas. Igual para todos. Nos dá felicidad el parque de diversiones, el auto nuevo, el jabón en polvo que blanquea. El éxito. Qué felicidad ser famoso.
Dicen que la felicidad de las mujeres es casarse, tener hijos, hacer carrera (se aconseja seguir el orden), no estar muy gordas, esconder las arrugas y las canas. Tenemos que tener un buen marido, si del mismo nivel intelectual y económico mejor, comprarnos la casa y el coche. ¿Qué más puedes pedir mujer?
Desde chiquitas nos controlan, quieren saber si vamos bien por el camino de la felicidad. "Ay nena, ¿cuándo vas a conseguirte un novio? Cuando las canas se asoman empiezan ¿Y cuando te casás? ¿Cuándo te vas a recibir? Y después que se comieron la torta de bodas ¿para cuándo vas encargar?
Si ejecutamos éstos puntos, nos queda siempre un margen de libertad. Nadie nos va a exigir un hijo varón o la carrera de arquitectura. Pero sí el hijo y sí la carrera.
Esta entidad, este Gran Hermano, lo encontramos en todas las instituciones, desde la familia y los amigos, hasta la tele y las leyes del gobierno.

En el fondo todos andamos por el mundo buscando la felicidad. La felicidad, un tema que sin no lleva la firma de Nietzsche es de una cursilería insoportable, me aqueja todos los años cerca de mi cumpleaños. En cada aniversario largas meditaciones me llevan a una conclusión que al año siguiente se demuestra infructuosa, nacen nuevas reverberaciones y al final, más o menos por éstas fechas, una conclusión luminosa. Ah, me digo, ahora sí sabrás cómo lograrlo.

En esta primavera ventosa, mirá vos, me vengo a dar cuenta que aun sin miras de inventar jamás una Santa María o un Alberto Caeiro (¿después de todo para qué?) también mi felicidad tiene que ver con leer novelas policiales.
Mi receta tiene algunas particularidades. Necesito un libro (Pessoa o Onetti son perfectos), una taza de té perfumado y caro, una ventana con tiempo feo y plantas verdes. El orgasmo de la felicidad es no tener cosas pendientes: la casa limpia, el trabajo al día, ninguna cita.
Claro, hay otras cosas que me hacen feliz: la buena compañía, una copa de Chianti, una peli de Hitchcock. Ahora que lo pienso creo que tendría que iniciar un nuevo álbum de fotografías, quizás con fotocopias de cubiertas de dvd.

Encontré la solución. Hay que trabajar el mínimo imprescindible para no alimentar el sistema. Desde el punto de vista material se trata de sobrevivir. Un trabajo fácil, sin demasiadas responsabilidades y mucho, mucho tiempo libre para tirarse en el sillón a compartir las invenciones de otro, o sea, para ser feliz.



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