martes, julio 18, 2006

Bolchevismo.

En nuestra personalidad ¿cuál es el porcentaje que le debemos a la genética y cuál a la educación? Soy hija de un científico y de una psicóloga. Por lo tanto mi padre opina que la genética no perdona y mi madre que la relación con los padres lo puede todo.

Me pregunto ¿existe un gen comunista?
Cuando fui concebida ese gen (siempre que exista) no se había manifestado por el lado materno. Mi madre todavía pertenecía a las juventudes cristianas. Y su familia, desde los tiempos de Aparicio Saravia, era blanca y rezadora. Mi padre, al contrario, ateo empedernido era independiente con simpatías bolches, medio maoísta, si bien sus cromosomas cargaban una herencia de tradición blanca y conservadora. Mi padre, así como convenció a mi madre de las ventajas de la dieta a base de salvado, la alejó de las sotanas para empujarla hacia la izquierda. El proceso llevó un tiempo, antes tuvo que hacer a un lado sus principios y pasar por el altar para poder desabrocharle la blusa.
Mi madre, siempre exagerada, como que siguió de largo. Se apasionó a tal punto de los discursos de mi padre que lo cambió por un comunista cuadrado.

En mi casa, los domingos sonaba el despertador y todos a repartir El Popular. Se comía lo que había en el plato sin chistar, porque peor estaban los niños víctimas del capitalismo internacional. De los cajones salían ficheros de afiliación al Partido y bonos de colaboración. (Se note que era "el Partido", así, con mayúscula y como si hubiera uno sólo). El peor robo que sufrimos fue el de la bandera roja con la hoz y el martillo, firmada por sus miembros más ilustres a nivel nacional e internacional. Un camarada ladrón del propio estandarte tenía algo de incongruente que podría haber alertado sobre otras inconsistencias del marxismo leninismo. Pero no, se dijo que no había sido un camarada, un camarada no roba, había sido un infiltrado fascista para quemarla. Se ahorraba dinero para comprar las obras completas de Marx y Engels. Se podía no pagar el teléfono, pero la cuota mensual del Partido era sagrada. En el living siempre había reuniones con gente acalorada o no había nadie porque estaban en reuniones.

Sin embargo, no fueron las discusiones sobre las condiciones objetivas para hacer la revolución a convencerme, con doce años que aparentaban quince, de afiliarme a la Unión de Juventudes Comunistas. Fue más bien la certeza de ganarme, con una simple firma, un grupo de amigos, actividades para toda la semana y una escarapela con una estrellita. Mi carnet fue celebrado en familia descorchando una botella. Hubo alguna perplejidad por mi joven edad, pero consultada la plana mayor, se concluyó que tenía una personalidad madura, ya aprendería la definición de socialismo utópico, sin apuro. Si al año siguiente seguí participando a asambleas agotadoras fue porque me acompañaba a casa un chico que había llegado del exilio, olía distinto y con acento pintoresco me contaba historias de países con museos y ruinas. Parece que de verdad era muy madura y responsable, pues me mandaron a hacer cursos de formación política y me dieron cargos en la organización.

Pasaban cosas raras. Había una sola verdad y un mundo en complot. Muy orwelliano lo que sucedió una noche, de sobremesa, cuando en Uruguay todavía se defendía a Stalin. Estudiando historia comenté algo que en la escuelita de formación no me habían enseñado, era la famosa advertencia que realizaba Lenin sobre el personalismo de Stalin. Mi padrastro me contestó que estaba equivocada. Fui a buscar el libro y le mostré el texto. Respondió, seco, que estaría mal la traducción.

Mi aventura comunista casi termina a los catorce años, cuando decidí protestar porque me habían fijado una reunión un sábado por la noche. Con mi madurez, dije que los sábados yo salía con mis amigos y con ellos me senté a tomar té en el bar de enfrente. Té, tan niña era que no me atrevía a pedir cerveza, mucho menos Coca-Cola imperialista. Terminó mi aventura unas semanas después, cuando renuncié, enojada y peleando, porque habían echado de las filas a un amigo por ser homosexual.
Esta experiencia, que así contada puede resultar traumática, fue muy positiva. Gracias al Partido Comunista de Uruguay, dirigido por Rodney Arismendi, pude dar mi primer beso. Al chico exiliado, claro.
Mi desafiliación de la UJC en casa fue un drama. El inicio de mi adolescencia de perdición, se sostuvo siempre.

Ahora bien, si volvemos a la pregunta incial y descartamos la existencia del gen rojo, nos tenemos que quedar con la teoría de la herencia de la educación recibida en familia. Porque hay que saber que ser comunista es un estilo de vida.
Aún luego de una larga y profunda desintoxicación ¿cuáles serán los efectos colaterales del desarrollo de mis pulmones a fuerza de respirar aire comunista?
Imagino tantos. En éste momento puedo detectar una cierta ingenuidad que arrastro por doquier, como si creyera en la bondad natural del hombre.
The WeatherPixie