domingo, agosto 06, 2006

Fibra de seda.


[...] I have looked at it so long
I think it is a part of my heart. But it flickers.
Faces and darkness separate us over and over.
Now I am a lake. A woman bends over me,
Searching my reaches for what she really is. [...]
(Mirror, Sylvia Plath)


Los vestidos ajados conservaban aún la memoria de mis caderas. Colgaban ordenados de un fierro, cada uno en su percha. Mi perfume lo habían perdido, ahora olían a encierro y naftalina. El aire que entraba por las puertas del garage, abiertas de par en par, no lograba arrancarles el vestigio de su reciente destino inútil. El aliento helado de la rambla se conformaba con hacerlos rozar unos con otros, como una caricia entre conocidos.

Había vuelto a Montevideo para deshacerme de las últimas cajas. Mi ropero no entraba en las Samsonite, así que mis amigas me ayudaban a organizar una feria americana. Si de un lado habíamos colocado los sweaters, del otro los accesorios, en unos estantes los pantalones, el mejor perchero era para la colección de vestidos.

Un exceso de género para una sola persona, rumiaban irónicos los visitantes. Mis explicaciones de herencias, liquidaciones en países extranjeros y regalos sólo empeoraban las cosas. Inútil describirles los metros de biblioteca que dejaba en depósito. Mínimas nociones de matemática revelaban en qué había invertido mis salarios.
T., aburrido de tanta textura desmayada, comenzó a hojear las telas con delicadeza hasta encontrar algún vestido que lo ayudara a narrar un capítulo particular de mi vida. Cuando lo escogía, lo descolgaba, se lo ponía sobre su pecho peludo y lo dejaba hablar. De hombres que alucinaban con la idea de desprender uno a uno los botones de una solera de algodón rayado. De una tarde ventosa que me levantó una falda a florcitas naranjas. De unos volados negros que enolquecieron a un viejo. Algo de verdad había, poca. Faltaban pruebas que responsabilizaran una camisola de tul del intento de suicido de un marinero. Ninguna foto demostraba la distracción de un novio en el altar por culpa de una ceñida minifalda de hilo rosa.
La actuación de T. nos hacía destornillar de la risa. Con ademanes exagerados imitaba mi andar coqueto, a veces atropellado. Los demás me dejaban ser el centro, quizás porque ya me estaban extrañando. Y si no fuera porque era invierno y faltaban las medias can-can, encantada hubiera accedido al pedido de refrescarles la memoria con un desfile allí mismo, casi en la vereda.
Detrás del vestido blanco con ribetes de encaje, estaba el de seda roja. Me lo había puesto sólo una vez y T. no me había visto. Callé la historia porque ciertas cosas no se desvelan. Al menos hasta que una se pone un blog, hace de cuenta que nadie la conoce y se convierte en delatora.

El vestido había sido un camisón Coco Chanel. Lo compró mi tía para usarlo en su luna de miel. Empaquetado en papel manteca y cintas de raso, el atelier le vendió promesas que se hicieron trizas en una cama de estreno. Mi tía se casó con un gay.

Sin la más mínima perspicacia decidí reciclarlo. Lo luciría para dar la estocada final a un hombre. Un plan despiadado.

Un ejército de mujeres, mis cómplices, me ayudaron a concluir detalles. Éramos las malas de una pésima novela, las guionistas del último episodio, el de la retirada triunfal.
Para la patética empresa nos atreveríamos a todo. Incluso a restaurar un Chanel. Una amiga del alma me acompañó en el trágico momento de aplicarle tijeras. Le hilvanamos el dobladillo hasta lograr unas ondas perfectas que ocultaban apenas mis muslos. Le ajustamos los delicados breteles, probándolo una y mil veces. Cosimos y descosimos pinzas hasta conseguir un cierto efecto que consistía en amenzar con mostrar una teta, asegurándome que las dos iban a quedarse en su sitio hasta el final del baile, envueltas en seda roja, como tenía que ser.
Su madre colaboró prestándome unas sandalias de época con diez centímetros de taco, el máximo que las piernas de una mujer pueden soportar, sentenció. Mi hermana aportó su bombacha de satén roja, insistía en que desde esa altura me iba a despatarrar apenas me sonriera y tanto valía que estuviera combinada. Mi abuela, disimulando no saber la causa de mi falta de apetito, me ofreció su collar de perlas de tres vueltas.
Me miré al espejo por última vez. Caminé altanera. La seda espesa se adhería a una curva el tiempo suficiente para insinuarla antes de caer indiferente. El bronceado tenue bastaba para velar la transparencia de mi piel. Sobre los hombros llevaba mi pelo suelto, que se me colaba por la enorme abertura de la espalda. Apenas un toque de maquillaje para no sentirme desnuda.

No lo miré. No por falta de ganas, más bien por miedo a que se cumpliera el vaticinio de mi hermana. Me contaron que él me clavaba los ojos mientras estaba anclado a un vaso de whisky en la barra. Allí se quedó imprecando hasta que alguien se lo llevó borracho. El plan había funcionado y todavía no era medianoche. Cada vez que él me buscaba con los ojos yo estaba mirando a otro que me ofrecía de beber o me invitaba a bailar o me hacía declaraciones obscenas disimuladas de elogios intelectuales. Allí estaba yo, sonriendo a la platea en mi última aparición, como un payaso vestido de Chanel.

Para coleccionar un número tan alto de piropos tendría que esperar el día de mi boda. De los repentistas que esa noche pusieron en escena mi obra sólo recuerdo a uno. En esa fiesta en la que éramos varios los que nos habíamos disfrazado, Ken (¿cómo llamarlo de otro modo?) se me acercó. La música estaba demasiado fuerte o yo me había quedado sorda para todas las voces que no fueran las del borracho de la barra. No le entendía. Ken perdió la paciencia y se puso a gritar disparates, me tironeaba del codo y me alejaba de los demás, comportamiento que no formaba parte su educación, recibida en el colegio de los maristas. Para no dar escándalo, accedí de mala gana a salir al jardín. Había gente por doquier, me incomodaba su descaro, me picaba la seda en la piel ahora que me había dejado sola el borracho de la barra.
Nos sentamos sobre una colina de césped. Me recosté a algo como un muro, sin haber bebido ni una gota me sentí desfallecer. Ken ordenó que no me moviera y fue a buscarme un vaso de agua mineral. Lo ví volver con su paso torpe, ese que usan los chuecos demasiado huesudos para evitar romperse. Ken era uno de los hombres más guapos del mundo. Sin embargo, parecía que no lo supiera, que no se sintiera culpable. Salir con él a la calle era una experiencia traumática: todas las mujeres lo miraban, de arriba a abajo y puedo asegurar que el recorrido, a lo ancho y a lo largo, llevaba un buen rato. Estrujaba el corazón de ternura ese hombre que necesitaba añadir varios centímetros de ruedo a los Levis ignorándolas a todas, concentrado siempre en la que tenía enfrente, tan ignaro de su harem.
Era imposible no sentirse cachetuda delante de su maxila cuadrada. No sospechar haber olvidado el enjuague L'oréal cuando los dedos resbalaban por sus mechones castaños. Pellizcarlo no bastaba para hacerlo real.

Su voz ronca, otra vez, estaba emitiendo sonidos para mí, había mucha gente, nos estaban mirando. En un momento puso sus manazas en mi cara y me enderezó para que lo viera. Si logré concentrarme en lo que estaba diciendo fue porque me pareció vislumbrar una lágrima, ¿o era el reflejo de un foco de neón?
Ninguna mujer con perlas de cultivo sacudiéndose en semejante escote puede creer a una declaración de amor, aunque sea la del mismísimo Ken. Como si no bastara pretendía explicarme además el amor que sentía por Barbie. Ah sí, en la vida de Ken había una Barbie, en ese momento durmiendo pancha en su casa con una Hering agujerada. El problema con Ken era su idiosincrasia caballeresca, honesto hasta la muerte, obsesionado en pedir permiso para pasar, en hacer las cosas como corresponde en lugar de arrinconar a la vida (o a mí) contra una pared. Desde el cuarto oscuro del curso de fotografía en el que nos habíamos rozado por primera vez, veníamos desencontrándonos. Siempre rodeados de obstáculos, momentos inoportunos, equívocos, tan así que ni habíamos tenido tiempo de amanecer juntos.

De nuevo lo tenía delante. Movía los brazos en su Gap cuadriculada. Tomaba mis manos, las soltaba, tomaba un líquido helado. Entre medio me ofrecía acciones y objetos: dejar a Barbie; darme una pitada; engañar a Barbie; quererme; acompañarme a casa; su chaqueta de almohadón; un abrazo; un viaje repentino al Cabo Polonio; una vuelta a la manzana; olvidarnos de todos. Se me perdía el final de sus frases por quedarme mirando el vacío entre las hojas de los árboles, por escuchar el motor de algún coche en huida.
De sexo explícito no habló, estoy segura. No dijo que quería tocarme, empalagarse de mi fragancia Thierry Mugler, aplastarme con su cuerpo imponente.
La intención se le adivinaría por el temblor, porque caí en la cuenta del desatino del vestido rojo. Para cubrirme las carnes traté de estirar la seda hasta casi rajarla.
Con la seriedad que me podía dar mi Chanel, a esa altura ya humedecido de rocío, le pedí que me dejara ir. Era tarde, conmigo tan cansada de ser una aspirante a Cenicienta. Me levanté como pude, intentando ocultarle mi desvergonzada ropa interior.

Dos pasos más adelante me giré de impulso cuando sentí el fracaso de un vaso de vidrio contra la piedra laja. Del pulso le chorreaba un hilo de sangre, ¿o era el reflejo de mi vestido rojo?

The WeatherPixie