sábado, diciembre 16, 2006

La renuncia.

Mi vida no tiene nada que ver con la vida que imaginé. No imaginé siempre la misma vida y mis aspiraciones cambiaron conmigo. Es sábado de noche, llueve y por la ventana veo las lucecitas natalicias. Sólo encuentro esta explicación para ponerme a construir un flashback semejante.

Cuando tenía 6 años, mi profesor de guitarra, del cual estaba perdidamente enamorada, se fue a vivir a otro país; después de unas clases con una señora que olía a rancio y me tenía todo el día solfeando, renuncié a ser guitarrista.
Con 8 años descubrí que la publicación de mis poesías infantiles en el diarito del barrio era el resultado de las influencias de mi tía. A los 10, mis compañeros de clase me aseguraron que también el premio en el concurso literario de la escuela era cuestión de apellido y que además, era un levante. Humillada, desistí de la carrera literaria.
A los 11 años, cuando por segunda vez la anciana profesora de música, impasible delante del piano, me degradó a voz B, lagrimeando comprendí que jamás sería una cantante pop.
A los 12 años, con las rodillas repletas de cicatrices, tuve que aceptar que ya no sería la mejor patinadora del mundo.
A los 14 dejé de desear ser astronauta y azafata, sufría de claustrofobia.
A los 16 admité que me moría de miedo con las olas de más de dos metros, así que tampoco sería una campeona de surf.
A los 18, cuando entré a la universidad, soñaba con ser una gran periodista. Tal vez, una corresponsal de guerra. En Ciencias de la Comunicación, sin razón aparente, renuncié al periodismo y me pasé al bando de los publicistas.
Un par de años después ya estaba trabajando en una agencia y por un buen tiempo acaricié el sueño de ser una publicista famosa.
A veces, en el frenesí de esa vida, me detenía a mirar a los que tenían una década y pico más que yo. Los que hoy son como yo. En una agencia es normal quedarse trabajando hasta tarde. Después de las 8 empiezan a sonar los teléfonos: son las esposas y los hijos. Más de una vez el reclamado gesticulaba desesperado para que dijera que no estaba. Al rato el teléfono sonaba otra vez, y así. Con el pasar del tiempo estos señores, muchos de los cuales tenían una amante, se fueron acostumbrando, divorciando o muriendo.
Estas gentes están lejos. Físicamente. Espiritualmente. La última vez que me crucé con uno de ellos sentí un escalofrío en la espalda, tuve miedo de contagiarme. En frente tenía a un leproso. Y yo ya con mis cicatrices secas.
En los primeros tiempos, cuando compartía la mesa de discusión sobre si era mejor un adjetivo u otro, el color azul o el color negro en un logo, una actriz rubia o una morocha y me preguntaban mi opinión, inocentemente respondía "me da lo mismo". Alguien que decía haber visto en mí un "potencial publicitario" se dedicó a convencerme de la importancia del "compromiso". (La destrucción de la publicidad tendría que empezar por revelar el mamarracho de su jerga). Pero por un tiempo me convenció, empecé también yo a opinar, a discutir, a argumentar. Si una fe tan abominable, porque de fe se trata, tiene una arista, un ángulo, una sombra de nobleza, sin dudas se halla por el lado de lo que cuenta el ex publicista Frédéric Beigbeder en "13'99 euros":
Sé que no vais a creerme, pero no elegí esta profesión sólo por el dinero. Me encanta inventar frases. Ningún trabajo proporciona tanto poder a las palabras. Un redactor publicitario es autor de aforismos que se venden. Por más que aborrezca aquello en lo que me he convertido, tengo que admitir que no existe ninguna otra profesión en la que uno pueda discutir durante tres semanas a propósito de un adverbio.
A veces, también yo participaba a la exaltación de la creación. Días y días exprimiendo mis neuronas para inducir a alguien a comprar un auto, un helado, una crema, un detergente, asegurándole que lo que en realidad adquiría era la felicidad. Oh, gloria divina. Nosotros, los publicitas, necesitábamos un mundo infeliz, poblaciones de insatisfechos.
Algunos años después, delante de ataques histéricos, de hombres que funcionaban a prosax o cocaína y que me tenían dos días sin dormir para que me pusiera al servicio de una empresa, tuve que admitir que en el fondo me seguía dando lo mismo. O peor, quería exactamente el contrario. Como en un steadycam, donde yo estaba detrás de la cámara y también delante, nos vi. Éramos patéticos. Lo contaminábamos todo. Éramos superficiales. Corruptos. Mentirosos. El cerebro putrefacto del capitalismo. Recuerdo ese día como una iluminación. Renuncié a la publicidad, primero con el corazón, después con la cabeza y unos meses más tarde con todo el cuerpo.

Llegaron otras renucias. Como la que se me está viniendo encima. Por qué será que me siento mucho menos libre. Hasta cobarde. Oscura. Menos orgullosa. Tan poco idealista. Tan cansada.
The WeatherPixie