Wakefield.
Un buen día un señor saluda a su esposa en el zaguán. Va a estar fuera de casa unos días, le dice, una semana quizás, por motivos de trabajo. La semana de ausencia se transorma en 20 años. Wakefield alquila un apartamento en la calle contigua y se queda allí. Durante todos esos años observará desde lejos la vida de su familia, sin él.
Esto pasa en "Wakefield", un cuento de Nathaniel Hawthorne publicado en 1837. Hawthorne nos dice que ha leído esta noticia curiosa en un periódico londinense. Luego presenta, como si fueran fotografías, algunos momentos claves de la vida del pobre Wakefield mientras realiza un jugoso análisis psicológico. La historia termina cuando sin razón alguna, después de dos décadas, el protagonista vuelve a su casa, como si sólo una semana hubiera pasado.
¿Por qué se va? ¿Por qué vuelve? No se sabe. Sólo podemos adivinar algunos estados de ánimo. Necesidad de ver su mundo como si fuera un espejo del cual falta el reflejo de sí mismo. Ganas de quedarse con los afectos congelados, porque Wakefield desde la vereda de enfrente sigue queriendo a su mujer, aunque no sienta.
Pero como Wakefield no interviene, se anula. No tiene nombre. Sólo es uno más entre la multitud de la ciudad. Su famila lo dará por muerto, repartirá la herencia, lo olvidará.
Doble, alteridad, identidad. Muchedumbre, vida moderna. Temas comunes de Poe, Baudelaire, Kafka, Borges, Melville, Stevenson, en fin, de ese grupo de buenos amigos.
Creo que en mí hay un Wakefield. A veces cuando veo un hotel, si destartalado mejor, con un ventana que da sobre algo como un depósito de chatarra o un parking abandonado, me vienen ganas de entrar y quedarme. Cada tanto, cuando estoy bajando las escaleras de mi casa un pensamiento fugaz me atraviesa: no volveré. Me imagino desaparecida, siendo otra.
Hoy, creyendo que le daba play a un vhs con una selección de películas surrealistas, en la pantalla apareció mi familia en un Año Nuevo de hace bastante. Ahí estaban, congelados, en algún lugar donde estuve y ya no estoy. Los miré un rato. Después puse a René Clair, para ver a un muerto que sale sonriente de un ataúd en pleno funeral y con una varita mágica hace desaparecer a los presentes.
Esto pasa en "Wakefield", un cuento de Nathaniel Hawthorne publicado en 1837. Hawthorne nos dice que ha leído esta noticia curiosa en un periódico londinense. Luego presenta, como si fueran fotografías, algunos momentos claves de la vida del pobre Wakefield mientras realiza un jugoso análisis psicológico. La historia termina cuando sin razón alguna, después de dos décadas, el protagonista vuelve a su casa, como si sólo una semana hubiera pasado.
¿Por qué se va? ¿Por qué vuelve? No se sabe. Sólo podemos adivinar algunos estados de ánimo. Necesidad de ver su mundo como si fuera un espejo del cual falta el reflejo de sí mismo. Ganas de quedarse con los afectos congelados, porque Wakefield desde la vereda de enfrente sigue queriendo a su mujer, aunque no sienta.
Pero como Wakefield no interviene, se anula. No tiene nombre. Sólo es uno más entre la multitud de la ciudad. Su famila lo dará por muerto, repartirá la herencia, lo olvidará.
Doble, alteridad, identidad. Muchedumbre, vida moderna. Temas comunes de Poe, Baudelaire, Kafka, Borges, Melville, Stevenson, en fin, de ese grupo de buenos amigos.
Creo que en mí hay un Wakefield. A veces cuando veo un hotel, si destartalado mejor, con un ventana que da sobre algo como un depósito de chatarra o un parking abandonado, me vienen ganas de entrar y quedarme. Cada tanto, cuando estoy bajando las escaleras de mi casa un pensamiento fugaz me atraviesa: no volveré. Me imagino desaparecida, siendo otra.
Hoy, creyendo que le daba play a un vhs con una selección de películas surrealistas, en la pantalla apareció mi familia en un Año Nuevo de hace bastante. Ahí estaban, congelados, en algún lugar donde estuve y ya no estoy. Los miré un rato. Después puse a René Clair, para ver a un muerto que sale sonriente de un ataúd en pleno funeral y con una varita mágica hace desaparecer a los presentes.