domingo, mayo 20, 2007

Ansia de fin de semana.



Es tanto lo que me gustaría hacer que planificarlo me provoca un estrés casi peor que el del trabajo.
El viernes por la noche la perspectiva es excitante. Empiezo tratando de resistir hasta tarde, total, al día siguiente no me tengo que levantar temprano. Al día siguiente me despierto temprano, mi cuerpo no entiende la diferencia entre días laborales y festivos. Desayuno pensando que por culpa de mi reloj biológico voy a tener que dormir la siesta para no estar todo el día con sueño, desperdiciando mi precioso fin de semana.
Ayer fue sábado. Entre el café con leche con tostadas le sonreí a Cerylo para proponerle algo fantástico. Lo justifiqué en modo impecable, como una necesidad de primer grado en nuestras vidas, como el momento ideal para hacerlo. Él se negó rotundamente. Usé todas mis armas, hasta la última: le dije que con él o sin él. Ahí cedió.
Media hora después salíamos rumbo a Ikea.
Yo iba armada con el catálogo, estudiado y reestudiado, repleto de post-it y anotaciones. Después de un buen rato, entramos. Cerylo me controlaba. Cada compra significaba una negociación: o eso o aquello, todo no se puede, repetía como un disco. Él sólo se detenía delante del incomprensible, lo ví un rato largo dando vueltas con una pelota de acero, hasta que entendió su funcionalidad. Si algo le llamaba la atención yo le decía compralo, compralo. Esperaba que me recambiara la generosidad. Esperanza vana.
Luego de un par de horas conseguí cargar en el carrito una mesa, unas sillas y varias chucherías. Cuando llegamos al estacionamiento notamos que la mesa era más grande que el auto. Muy seguros de nosotros mismos, sacamos el metro y comenzamos a aplicar las leyes de la geometría. La solución era la diagonal. Bajamos los asientos, levantamos la mesa, me reventé un dedo. Y la mesa no entraba. Algo que ya sabían los presofistas: el desfasaje entre el plano lógico matemático y el plano físico real.
Cerylo me anunció que la única solución era cargarla en el techo. ¿Sobre esos dos cosos?, pregunté. Bueno, casi es una baca, me contestó. Para comprar las correas tuve que volver a entrar al paraíso del consumidor. Y ahí, entre el pasillo 15 y el 17, lo sentí. Un deseo irrefrenable de aprovechar para comprar alguna cosita más.
En la carretera, a paso de tortuga para no perder la mesa y con un calor sofocante, tuve que escuchar una lección filosófica sobre la futilidad del mundo material, el informe sobre la explotación de los trabajadores de Ikea, un comentario sobre la estabilidad del tiempo y la inteligencia de los conductores que nos cruzaban para tumbarse al sol, las desventajas de encontrarse aspirando partículas de polvo, nuestro aporte cotidiano a la contaminación del mundo y hasta un análisis macroeconómico que sumaba el precio de la nafta a lo que les pagamos a los suecos por dos pedazos de madera.
Después de subir las cosas al tercer piso por escalera, mientras me masajeaba la espalda dolorida, noté que en realidad la mesa y las sillas viejas no estaban tan mal.
Ya es domingo. Me esperan las cajas chatas de Ikea y el destornillador. Y sé que por la noche voy a estar sentada en el piso, tratando de descubrir por qué en la foto del catálogo el modelito BJÖRNA es mucho más interesante que en mi cocina.
Por suerte mañana será lunes y tendré otras preocupaciones.
The WeatherPixie