domingo, junio 24, 2007

La otra.

El hecho ocurrió este mes de junio, en la estación de trenes de Verona, en Italia. Lo escribo porque no quiero olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, si lo escribo en el blog los demás lo leerán como la realidad y, con el tiempo, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Serían las dos de la tarde. Yo estaba recostada en un banco, en el andén 7. A unos pocos metros a mi derecha había máquinas dispensadoras de gaseosas heladas. El calor y el aire contaminado generaban una niebla espesa y tórrida. Invevitablemente, hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de esa mañana había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista. Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estado de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar sola, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. La otra se había puesto a fumar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana.
No silbaba. De todos modos la reconocí. Incapaz de hablarle, como hizo Borges, sólo me quedé mirándola.
Tenía mi pelo largo y rubio de entonces. Mis piernas escarbadientes se le escapaban de una solera floja e indecente, de rayon gris. Se enroscaba en su cuello un fular de colores, parecía casual, sin embargo las dos sabíamos que lo usaba para taparse el pecho. Sin maquillaje, los ojos alborotados, las manos inquietas, la piel fresca.
Él estaba sentado en el suelo, un poco lejos. Era morocho, alto y guapo, con una espalda grande para abrazarte mejor. Llevaba la camisa a cuadros de alguno de mis novios, sus bermudas, y tenía un par de piercings (sin dudas se trataba de un remake moderno). Cuando el tren llegó esperé que subieran y los seguí.
Él dijo que tenía hambre y ella le ofreció Nutella, el dulce de leche europeo. Sacó un bollón de medio kilo de una bolsa de tela que nos habíamos hecho en casa con algún retazo. Cuando él le preguntó si solía andar por la vida con el frasco de Nutella en la cartera y ella contestó que sí, supe que se habían conocido hacía poco, quizás el día anterior. El metió el dedo en la crema densa y se lo llevó a la boca. Comenzó a chuparlo despacio. Supe que ella deseaba besarlo. En lugar de hacerlo se cambió de lugar, abrió la ventana, se acomodó el vestido. En silencio, él sacó de un bolsillo una billetera repleta de pasajes de tren, los controló uno a uno y comenzó a explicarle un sistema, que no logré entender, para viajar sin pagar. Ella lo miraba embobada. Y confiaba, a pesar de sus ojos tremendos.
Cuando el tren se puso en marcha, ella también me miró. Creo que me reconoció. Su rostro sonriente se puso serio y pálido. No sé que la pudo haber asustado, si mi blusa de seda negra, mis zapatos de señora o mi pelo corto. Le sonreí para avisarle que todo había salido bien. Yo, que no he sido madre, sentí por esa pobre muchacha, más íntima que una hija de mi carne, una oleada de amor.
Ella aún no había leído El otro, no sabía.
Se distrajo de mí cuando le sonó el móvil. Apoyó la cabeza en la ventanilla y se puso a charlar en un español con perfecto acento uruguayo.
Seguía hablando cuando tuve que bajar, era mi parada. Desde abajo, con ligera nostalgia, la miré irse.
Como lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador, andaré por estaciones perdidas, buscándola.
The WeatherPixie