miércoles, febrero 04, 2009

La ciudadanía de las palabras.

Las palabras habitan los lugares. De alguna forma misteriosa rellenan un espacio, como un árbol, una estatua, un cuerpo. Entrando, pongamos a Barcelona, descubrimos que todos, hombres y mujeres, son tíos. Oye, tío. Cuando uno desembarca en algún balneario turístico mexicano se encuentra rodeado de amigos. Amigo, amigo. En la capital porteña rejuvenecemos. ¡Piba!

Al primer contacto con los sonidos de un sitio, cuando somos un extraño enrolado de turista o un inmigrante de estreno, nos dejamos encantar. Es peligroso, los rumores nos pueden atrapar como pulpos. El altoparlante del metro emite rugidos que tratamos de imitar como autómatas. Estiramos los oídos para captar las voces de la gente, el tono y repetimos las palabras para dentro. Las dejamos sonando en nuestros pechos. Leemos todo: carteles, publicidades, menús, pegotines. Lo hacemos susurrando, ensayando pronunciaciones, asimilando. De a poco vamos penetrando el lodo auditivo, hasta confundirnos. Queremos ser un ciudadano más. Entonado. Invisible.

Sin embargo. Hay otro tipo de uruguayo que podríamos catalogar como resistente. Es un ejemplar que se puede reconocer fácilmente en París, toma mate a orillas del Sena y con orgullo charrúa soporta a todos los drogadictos que se le acercan a pedirle una chupadita. En Madrid se lo ve usando el vos e inmutable ante la cadena de inagotables “¿qué?”.

Lo cierto es que estas dos tipologías, el integrado y el resistente, terminarán por contagiarse. El proceso de hibridación es imparable. Las culturas se entreveran, nuestra identidad es múltiple. De todas formas, estos dos seres, desarrollando un elaborado proceso esquizofrénico intentarán separ las dos “lenguas”. Es decir, los dos mundos. La prueba de fuego será volver a pasar la fiestas a Uruguay. El gallego de adopción comenzará a ensayarse en el avión: “yyyuvia”, “yyyamar”, “yyyo”, “ssaragossa”, “pess”. Mas será en vano. Una noche, después de varias cervezas, mareado por el jet lag y medio dormido preguntará “¿Tienes hora?” Ay, ay, ay.
El newyorquese de adopción hablará pausado, respirará profundamente y se concentrará en cada uno de los numerosos “ta” que intercalará al momento justo. La mala noticia es que nadie mantiene la concentración por más de veinte minutos. Sucederá todo en un segundo. Mientras observe distraído el vuelo de una mosca, alguien le preguntará “Che, ¿querés un mate?” Su boca se abrirá, sus cuerdas vocales emitirán un fatal, terrible “ouuu...kei”. Lo acusarán de esnob, vendepatria y pilladito.

De mí creo que dicen lo mismo. Como todos los expatriados de buena voluntad un buen día me convertí en bilingüe.
Sin embargo. Donde vivo, no puedo dejar de sonreír en absoluta soledad interior, cuando digo muy pancha “Che bello l’orto di tua madre” (“Qué linda la huerta de tu madre.”). O de divertirme, como los niños, cuando veo pasar un auto japonés muy grande que los hombres adoran y se llama ”Pajero”.
Lo más grave es, sin dudas, un cierto problema que tengo con las blasfemias. No logro distinguirlas. En italiano existen las malas palabras y después estas otras que son mucho peores, son terribles y no se pronuncian jamás (existen solo para casos graves o de borrachera extrema). Una blasfemia es un insulto que ofende a los principales integrantes de la Biblia: Dios, la virgen María y el mismísimo Jesús. Las adjetivos injuriosos más comunes que adornan sus nombres son “cane” (“perro” y en sentido figurado “persona malvada”) y “vacca” (“vaca” y en sentido figurado “prostituta”). Como buena atea crecida en un país laico aún no logro interiorizar el pecado, no siento nada diciendo esto. Declaro mi amor en italiano. Lloro en italiano. Pero las blasfemias me resbalan. Metí la pata más de una vez. Desesperada intenté, sin resultados, pedir que me elaboraran una lista, pero ni siquiera con fines didácticos encontré un tano dispuesto a colaborar conmigo. Al parecer, pronunciar blasfemias es un pasaje directo al infierno.

El italiano tiene palabras que son intraducibles. Mi preferida es furbo, se parece a listo en español. Pero no exactamente. Furbo es alguien inteligente y al mismo tiempo avivadito. La furbizia es lo que hizo ganar a Berlusconi las elecciones, es el motivo por el cuál no se consigue eliminar la evasión de impuestos, es lo que hace que en el tráfico nadie deje pasar a nadie y en el autobús no se cedan los asientos. Furbo es, en Italia, casi un elogio.

Y al italiano le faltan expresiones. La que más necesito es vergüenza ajena. No existe, nadie sabe lo que es. Tal vez porque cada lengua dispone solo de las palabras que pertencen a su idiosincrasia.

Si pudiera, construiría una lengua múltiple. Además de furbo y vergüenza ajena, incluiría del francés flâneur, que es el vagabundeo pero muy a la Baudelaire y a la Benjamin. Unheimlich del alemán, significa, como ninguna otra palabra, el desasosiego que provoca lo familiar. Y la protuguesa saudade, que es el huequito ese entre el corazón y el estómago que tiene que ver con las ausencias.
The WeatherPixie