
El hospital, con su blanco impoluto, sus nubes de éter, es un lugar inmundo.
Las enfermeras con sus zuecos mudos son apariciones inquietantes.
La comida, nutrimento del alma, es una tortura insípida a horarios inconcebibles.
Los doctores son máquinas lentas y mentirosas.
Los enfermos estás solos. Abren las puertas una hora al día. Una hora, sólo una.
Cuentan que por las noches se sienten gritos de dolor. Y cada tanto, vienen a buscar un cadáver.
Hay un pasillo ancho pintado de celeste donde se escuchan los susurros entreverados de los televisores. Nadie habla. A veces, una silla de ruedas o una camilla rugen.
En las habitaciones las ventanas son pequeñas como las de una cárcel. Las camas de metal y sus cuerpos se descascaran.
¿El consuelo? Un altoparlante que por la mañana y por la tarde escupe la voz de un cura.